PS. (el primer de l'esquerra) interpretant el paper de ‘Coix’ a l'obra La Barbería Siniestra, a l'escenari dels Padres Salesians, amb els seus companys de la catequesi dominical. El que va vestit amb una sotana feia uns esculturetes meravelloses amb la escorça vermella dels formatges de bola. El del mig –crec recordar- es deia Garrido o Carrillo. El que va amb pantalons curts era el monitor del grup. I el que queda es deia Musté de cognom. (Reus, 1970).
05_EL REPARTO DE PAPELES/EL PRIMER ENSAYO: EL TALENTO NO ES ESTÁTICO
(Peter Brook. El espacio vacío. Arte y técnica del teatro [Cuarta parte: El teatro inmediato]. Traducción de Ramón Gil Novales.  Ediciones Península. Barcelona, 1973. pàgs. 148-154)

El reparto de papeles crea una nueva serie de problemas. Si se cuenta con escaso tiempo para los ensayos, el reparto tipo es inevitable, solución que todo el mundo deplora. Como reacción, cada uno de los actores desea interpretarlo todo. La verdad es que no puede, ya que se lo impiden sus propias limitaciones, que diseñan su tipo real. Lo único que cabe decir es que por lo general resulta inútil la mayoría de los intentos de determinar por adelantado lo que un actor no puede hacer. Nuestro interés por un actor radica en su capacidad de manifestar rasgos insospechados durante los ensayos, nuestra decepción llega cuando comprendemos que un intérprete es incapaz de sorprendernos. Pretender que se puede hacer un reparto «con conocimiento de causa» es simple vanidad: resulta preferible contar con tiempo y con las condiciones necesarias para arriesgarse. El peligro de equivocarse está compensado por la posibilidad de esas inesperadas revelaciones. Ningún actor permanece estancado por completo en su carrera. Aunque resulte fácil creer que se ha quedado parado a cierto nivel, la verdad es que en su interior se produce un invisible e importante cambio. Un actor que parezca excelente en un examen de prueba es posible que tenga mucho talento, però en general es improbable: lo más probable es que sea eficiente y que su eficacia sea sólo superficial. Por el contrario, un actor que en las mismas circunstancias produzca pésima impresión quizá sea el peor de los concursantes, si bien esto no es necesariamente cierto e incluso cabe que sea el mejor. No existe un sistema científico para determinarlo. Si el sistema impone trabajar con actores que el director no conoce, éste se ve obligado a realizar su labor por conjeturas.
     Al comienzo de los ensayos los actores son lo más opuesto a esas personas idealmente relajadas que les gustaría ser. Aportan con ellos una pesada carga de tensiones. Tan variada es dicha carga que a veces origina fenómenos absolutamente inesperados. Por ejemplo, un actor joven que actúe con un grupo de amigos faltos de experiencia puede revelar un talento y una técnica que haga avergonzar a los profesionales. Ese mismo actor, cuya valía ha quedado demostrada, pasa a trabajar con actores por quienes siente profundo respeto y lo más seguro es que no sólo se presente torpe y envarado, sino que incluso su talento se eclipse. Puesto entre actores a los que desprecia, volverá a ser él mismo. El talento no es estático, sino que fluye de acuerdo con muchas circunstancias. No todos los actores de la misma edad se hallan en el mismo grado en su labor professional. Algunos poseen una mezcla de entusiasmo y conocimientos que sustenta una confianza basada en pequeños éxitos y que no está minada por el temor a un inminente fracaso total. Comienzan a ensayar con una disposición diferente a la del quizá también joven actor, cuyo nombre es un poco más conocido, que ha empezado ya a preguntarse hasta dónde podrá llegar, si ha logrado algo, cuál es su posición, si se le tiene en cuenta, qué le deparará el futuro. El actor que está convencido de que un día interpretará el papel de Hamlet tiene ilimitada energía; quien cree que no se le considera apto para un cometido semejante en el futuro, queda atado con dolorosos nudos de introspección y necesita, por consiguiente, esforzarse para que se fijen en él.
     Sobre el grupo que asiste al primer ensayo, trátese de una compañía permanente o de una formación constituida por actores disponibles en ese momento, está suspendido un infinito número de cuestiones y preocupaciones de índole personal, acrecentadas con la presencia del director. Si éste se hallara en un estado de total relajación, podría ser de inestimable ayuda, però la mayor parte del tiempo se encuentra también en tensión, preocupado por los problemas de su trabajo, e, igual que en los actores, la necesidad de mostrar públicamente su labor es aliciente para su vanidad y su ensimismamiento. La verdad es que un director no puede permitirse el lujo de empezar con su primer montaje. Recuerdo haber oído que un hipnotizador primerizo nunca confiesa que está realizando su primer trabajo. Lo «ha hecho numerosas veces y con éxito». Comencé con mi segundo montaje ya que, a mis diecisiete años y frente a mi primer grupo de aficionados e incisivos críticos, me vi obligado a inventar un inexistente y completo triunfo anterior para darles y darme la confianza que necesitábamos.
     El primer ensayo es siempre algo parecido a la conducción de un ciego por otro ciego. Ese primer día el director explica las ideas básicas del trabajo a realizar o muestra bocetos de vestuario, libros o fotografías, cuenta chistes o hace que los actores lean la obra. Como nadie se halla en disposición de captar lo que se dice, la finalidad de la reunión es preparar la labor del segundo encuentro. El segundo ensayo ya es diferente: se halla en elaboración un proceso, y al cabo de veinticuatro horas los factores individuales y las relaciones han cambiado sutilmente. Todo lo que se haga en el ensayo afecta a este proceso: una sesión de juegos en común da positivos resultados, puesto que amplía el grado de confianza y amistad. Lo mismo cabe hacer en los exámenes de prueba con el fin de crear un ambiente menos tenso. Una experiencia colectiva perturbadora, como las improvisaciones que hicimos de locura para el Marat-Sade, lleva consigo otro resultado: al compartir las dificultades, los actores se abren unos a otros en relación a la obra de una manera diferente.
     El director aprende que el desarrollo de los ensayos es un proceso en crecimiento; observa que hay un momento adecuado para cada cosa, y su arte es el de reconocer esos momentos. Comprende que carece de fuerza para transmitir ciertas ideas en los primeros días. En la expresión de un rostro, aparentemente relajado, leerá la ansiedad interior del actor que le impide comprender lo que se le dice. Se dará cuenta de que debe esperar, no empujar demasiado. En la tercera semana todo habrá cambiado, y una palabra o un gesto producirá immediata comunicación. Y el director comprenderá que también él avanza. Por mucho que trabaje en su casa no puede entender plenamente una obra con su solo esfuerzo. Debido al proceso en que se halla inmerso junto con los actores, sus ideas evolucionan continuamente y en la tercera semana comprende que lo ve todo de manera distinta. La sensibilidad de cada uno de los actores actúa sobre él como reflector, y ve con mayor claridad que hasta ese momento no ha descubierto nada válido.
      Lo cierto es que el director que llega al primer ensayo con su ejemplar lleno de acotaciones sobre movimientos y otras cuestiones escénicas, es, desde el punto de vista teatral, hombre perdido.
     Cuando sir Barry Jackson me pidió que dirigiera en Stratford Trabajos de amor perdidos, en 1945 –que fue mi primer montaje importante–, ya había trabajado en teatros más pequeños y tenía la suficiente experiencia para saber que los actores, y sobre todo los supervisores de escena, sienten el mayor desprecio por quien «no sabe lo que quiere», como dicen. Así, la noche anterior al primer ensayo me senté ante un modelo del decorado, angustiado y sabedor de que en adelante cualquier vacilación sería fatal. Comencé a mover las plegadas piezas de cartón que representaban a los cuarenta actores a quienes al día siguiente tendría que dar definidas y claras órdenes. Una y otra vez monté la primera entrada de la Corte, comprendiendo que ése sería el momento en que todo se ganaría o se perdería, numeré las figuras, tracé planos, moví los cartones arriba y abajo, los situé en grandes y en pequeños grupos, los puse a un lado, los trasladé atrás, los derribé, maldije y comencé de nuevo. Al mismo tiempo anotaba los movimientos, los tachaba, redactaba nuevas notas. Cuando a la mañana siguiente llegué al teatro, con un grueso libro de apuntador bajo el brazo, el supervisor escénico me acercó una mesa y observé que le impresiono favorablemente el tamaño del volumen.
     Dividí a los actores en grupos, les asigné un número y los situé en sus respectivos lugares de partida; a continuación, después de leer mis órdenes en voz alta y segura, dejé que avanzara la masa de actores. En cuanto empezó a moverse, comprendí que mi idea era equivocada. No guardaban la mínima semejanza con mis figuras de cartón esos actores que avanzaban empujándose, algunos con pasos demasiado rápidos que yo no había previsto, llegando de repente sobre mí, sin detenerse, queriendo seguir su marcha, clavándome su mirada, o bien demorándose, haciendo una pausa, incluso retrocediendo con elegante afectación que me cogió de sorpresa. No habían realizado más que el primer movimiento, que correspondía a la letra A de mis notas; nadie estaba correctamente situado y por lo tanto el movimiento B resultaba imposible. Mis horas de preparación eran inútiles, me sentí desalentado, perdido por completo. ¿Debía comenzar de nuevo instruir a los actores con el fin de ajustarlos a mis notas? Una voz interior me urgía a hacerlo así, pero otra me indicaba que mi modelo era mucho menos interesante que el que se desarrollaba ante mí: rico en energía, pleno de variaciones personales, moldeado por entusiasmos y perezas individuales, prometedor de ritmos diferentes, abierto a inesperadas posibilidades. Fue un momento de pánico. Al recordarlo ahora, pienso que en ese momento mi futuro estuvo pendiente de un hilo. Me aparté de mis notas, me situé entre los actores y a partir de entonces no he vuelto a trazar ningún plan de antemano. Comprendí de una vez para siempre la presunción y locura de creer que un modelo inanimado puede suplantar al hombre.
     Claro está que todo trabajo exige reflexión, es decir, comparar, cavilar, equivocarse, retroceder, vacilar, partir de nuevo. Tanto el pintor como el escritor trabajan así, aunque en privado. El director teatral ha de exponer sus inseguridades ante los actores, però tiene en compensación un medio que evoluciona al tiempo que se ajusta. El escultor afirma que la elección de material modifica continuamente su creación; el material vivo de los actores es hablar, sentir y explorar: ensayar es pensar en voz alta.

27/03/2020

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