L’actor i director d’escena català, Enric Giménez, en una foto d'estudi, en una actitud expressiva i abillat amb la indumentària del personatge de Saïd de l’obra Mar i cel d’Àngel Guimerà. (1911)
08_CÓMO SE LLEGA A SER COMEDIANTE
(Pierre Fresnay: Yo soy un comedianteTraducción de Pablo Palant. Ediciones Leviatan, Buenos Aires, 1956. Pàgs.43-57.)

[A.D. = Albert Dubeux; P.F. = Pierre Fresnay]

A.D.- ¿Cómo ha llegado usted a ser comediante?

P.F.- No llega uno a ser comediante: lo es o no lo es. Uno es comediante inmediatamente, o no llega a serlo jamás. No creo en las vocaciones teatrales tardías. En esa materia, hay que hablar de una disposición de origen físico, nervioso y mental. En primer lugar es una tendencia, un gusto, un deseo, que se transforman en una necesidad. Hay gente que descubre en sí el sentido de la pintura en cualquier edad de la vida. No creo que esto sea possible para el don teatral.

A.D.- Sin embargo, se cita el caso de artistas que han llegado al teatro muy tarde.

P.F.- Debe tratarse de vocaciones contrariadas provisoriamente por los acontecimientos, pero iniciadas ya hacía mucho tiempo.

A.D.- Mounet-Sully quería ser abogado antes de ser comediante.

P.F.- ¡Ya ve usted! Es la misma cosa. No hacía más que vacilar entre dos formas del mismo oficio.

A.D.- Y su padre quería que fuese pastor.

P.F.- Eso ya es un poco distinto. Y Mounet se opuso al deseo paterno.

A.D.- Tuvo la revelación del arte del actor cuando oyó recitar las estancias de Polieucto. ¿Ha habido en su propia infancia un hecho semejante que haya determinado su vocación, o, más bien, que se la haya revelado a usted mismo?

P.F.- No recuerdo nada parecido.

A.D.- ¿Ha sido muy precoz, por lo tanto?

P.F.- A tal punto, que no puedo precisar su origen. Siempre he sabido que no sería otra cosa que comediante.

A.D.- Esto es tanto más asombroso si se piensa que usted es uno de los pocos comediantes a quienes es posible imaginar muy bien ejerciendo cualquier otra profesión.

P.F.- Nunca me he formulado esa pregunta.

A.D.- No ha hecho usted esa elección, sin embargo...

P.F.- Ni siquiera ha sido una elección.

A.D.- Bueno, no habrá usted sentido esa atracción antes de haber ido una vez al menos a algún espectáculo...

P.F.- Me hago esa pregunta, y creo que sí. Claro que había un antecedente en mi família, pues un hermano de mi madre era actor.

A.D.- Claude Garry. Le he visto actuar a menudo. Tenía mucho talento.

P.F.- Por él – en fin, por sus palabras – pude saber tan temprano qué era el juego del teatro, que se confundió rápidamente con mis otros juegos. La gente olvida que durante toda su vida, y hasta para subsistir, los comediantes son los únicos hombres que siguen jugando. El gusto de expresar con el cuerpo y la voz es un típico reflejo infantil, y en el comediante queda siempre algo del niño... bueno, tiene que quedar. Los comediantes que consideran gravemente aquello que llaman «su misión», se extravían contra esa verdad. Al revés de Mounet-Sully, deberían hacerse pastores.

A.D.- ¿Conserva usted recuerdos de algunas etapas de esa vocación?

P.F.- Sí. Son muy triviales. Algunas improvisaciones con mis hermanos sobre temas dados. Hasta recuerdo que el título de una de esas realizaciones (ya imaginará usted que muy esquemática) era éste: Un drama en Siberia; el premio de recitación desde que entré en el colegio, a los cinco años; a los diez, un papelito en una revista escrita por Jean Copeau, pensionista de mi abuelo; después, algunas comedias en un acto en salones amigos; luego, unas representaciones en las fiestas del liceo Enrique IV, escenas de Ruy Blas, El médico a palos y Gringoire. La mayoría de los futuros comediantes ha pasado por esas experiencias. Pero, en cambio, he hecho lo que no todos hacen. Muy a menudo, cuando viene a consultarnos algún joven aspirante acerca de sus posibilidades de éxito, y se le pregunta qué escena va a recitar, contesta, sin sentirse nada molesto: «¡Ah, en este momento no tengo nada preparado, però si usted quiere la semana próxima recitaré...». Cuando yo tenía diez años, si alguien era lo bastante imprudente como para invitarme a darle una muestra de mis aptitudes, el detenerme le costaba luego un trabajo tremendo. Le hubiera hecho escuchar todo mi repertorio. Desde La huelga de los herreros hasta el monólogo de Ruy Blas, pasando por las fábulas de La Fontaine y los monólogos de Galipaux. La verdad es que yo estaba siempre dispuesto a recitar decenas de pasajes y escenas. Desconfío de los aprendices de comediantes que antes de actuar ante terceros no se embriagan con el placer de recitar para sí mismos.

A.D.- ¿Fue usted desde muy joven al teatro?

P.F.- Naturalmente. El primer repertorio que se me hizo familiar fue el de Châtelet: Miguel Strogoff, La vuelta al mundo, El capitán Corcorán, Las píldoras del Diablo. Deténgame usted a su vez.

A.D.- ¿Le impresionaba el fenómeno de la representación?

P.F.- Profundamente. Adquiría ante mis ojos una especie de solemnidad milagrosa.

A.D.- ¿Esa impresión se prolongó mucho tiempo?

P.F.- Hasta la época en que seguí los espectáculos más regularmente, muchas veces a escondidas. Se suponía que los domingos me iba a la excursión del Club Alpino, y con el precio del viaje me pagaba mi localidad en el gallinero. Cuando no tenía dinero, me hacía contratar por el jefe de la claque.

A.D.- ¿Todavía existía la claque?

P.F.- Claro que sí, y no estoy muy seguro de que no subsista ahora bajo una forma más inteligente y discreta.

A.D.- ¿Algunos de esos espectáculos le han dejado un recuerdo particularmente notable?

P.F.- Sin duda. Me impresionó mucho Nuestra Señora de París, con De Max en el papel de Claude Frollo, y Jean Coquelin en Quasimodo. Había una persecución en la escalera de una torre de Nuestra Señora, con un decorado móvil que se hundía en el foso en tanto los dos actores trepaban las gradas, cuyo efecto era cautivante. El cine lo ha hecho mucho mejor después, però le estoy hablando del año 1907. Como ve, ya entonces era sensible al teatro de acción. Uno de mis recuerdos más vivos es también el de Étiévant en Las dos huerfanitas. Inmediatamente después el Teatro Francés y el Odeón me inspiraron el gusto de un repertorio de mejor calidad: en esas salas vi algunos espectáculos más de diez veces.

A.D.- Después de eso, en 1911, siendo usted aún estudiante, sube por primera vez a un escenario de verdad, el del teatro Réjane, y actúa al lado de aquella gran actriz y de su tío Garry.

P.F.- Apenas si decía quince palabras, però de todos modos ésa es para mí una fecha importante.

A.D.- Tres años más tarde – 1914 – ha aprobado usted su bachillerato y salta en pocos meses de los bancos del liceo Enrique IV a la clase de Georges Berr en el Conservatorio, y al mismo tiempo al escenario de la Comedia Francesa. Su carrera ha empezado, y ha empezado rápidamente. Tenía usted diecisiete años. ¿Cree que puede extraerse alguna lección del modo en que llegó usted a ser comediante?

P.F.- Temo que no. La suerte tuvo mucho que ver con ese hecho, que es menos una historia real que un cuento de hadas.

A.D.- ¿Cree usted que la suerte interviene en el destino del comediante?

P.F.- Poderosamente. ¿En qué destino no interviene, por lo demás? Lo que importa es saber reconocerla, darle las gracias, merecerla obstinadamente, justificarla. A la suerte no le gusta que la traten con desenvoltura.

A.D.- ¿Pero no ayuda en el comienzo sólo a los que son dignos de ella?

P.F.- No. ¿Cuántos actores de escasos méritos, cuya carrera ha fracasado muy pronto, han tenido comienzos brillantes a causa de un golpe de suerte!

A.D.- A la inversa, ¿puede imponerse un talento si carece de suerte?

P.F.- No creo en el talento desconocido. El verdadero talento es demasiado raro como para que no logre afirmarse, un día u otro. Todo consiste en que esa afirmación, un día u otro. Todo consiste en que esa afirmación sea más o menos fácil, más o menos rápida. Ése es el gran problema. ¿Durante cuánto tiempo deberá conservar un joven actor la esperanza de un éxito que se perfila muy lentamente? Este oficio, tal vez el más dichoso de todos en el éxito, y el más apasionante a la vez, es el peor, el más incierto, el más decepcionante y el más angustioso en la mediocridad. Vale más llevar la vida de un pequeño funcionario o de un modesto comerciante que exponerse a las angustias de una frustrada carrera de comediante.

A.D.- Parece claro que desde un comienzo pueden tomarse algunas garantías. ¿Son tan difíciles de descubrir los dones indispensables al comediante?

P.F.- En la mayoría de los casos, no, sobre todo en materia de dones físicos, y la escena tiene el poder misterioso de revelarlos instantáneamente. En el mismo instante en que se ve entrar a un joven comediante en el escenario, ya sea para una audición, un concurso o una representación, es cuando mejor se siente y descubre su personalidad. Su físico habla; el rostro, los gestos, las proporciones, el aspecto, todo traduce en el acto su naturaleza, temperamento y carácter. La voz termina de revelarlo. Durante algunos instantes le conocemos mejor que sus amigos íntimos. En ese mismo momento hay que proceder honradamente con él y decirle sin piedad si ha nacido o no para el teatro. Si se deja para después, se le pierde en parte, las impresiones se oscurecen, se deja uno influir por todo lo que dice acerca de su amor al teatro, de sus condiciones de vida y también por lo que ya ha aprendido. Uno vacila y se enternece; ha pasado el minuto de clarividencia.

A.D.- Supongo que los casos son más o menos simples, más o menos claros. Los dones excepcionales deben saltar a la vista, como los vicios. Supongo que los problemas se plantean frente a cualidades normales.

P.F.- Son temibles. En ese caso hay que aconsejar prudencia. Que el candidato a comediante se interrogue, en primer lugar, escrupulosamente, sobre su vocación, y que descubra si sus motivos son sinceros, si no pertenecen a ese espejismo que la prensa cinematográfica mantiene con tan culpable complacencia, y que se procure una puerta de salida y se prepare un oficio que le ayude; será imprescindible que se fije una fecha irrevocable para renunciar.

A.D.- ¿Acaba usted de decir cómo fijarla?

P.F.- Para proceder escrupulosamente hay que tener en cuenta las características del comediante, es decir, la naturaleza de los personajes a los cuales le destina su temperamento. En un muchacho de menos de veinte años ya es posible descubrir si sus mejores oportunidades le serán facilitadas por papeles de enamorado o de galán joven, y si luego evolucionará apenas hacia una actuación más importante. Para éstos, la duración de la experiencia ha de ser corta; si durante dos años, tres a lo sumo desde el fin de sus estudios dramáticos, el oficio no los mantiene, será preciso que tengan el valor de cambiarlo inmediatamente. Hay actores, en vez, en quienes se descubren cualidades que sólo podrán manifestarse en personajes más maduros, entre los treinta y cuarenta años. A éstos pertenecen los primeros papeles y los trabajos de composición, y pueden acordarse a sí mismos un plazo suplementario de una decena de años.

A.D.- ¿Qué contestan cuando se les formula ese razonamiento?

P.F.- Nueve de cada diez veces: «Prefiero reventar de hambre».

A.D.- Es una respuesta simpática.

P.F.- Mucho más que juiciosa, sin duda. Pero hay que tener la honradez de proponérselo, de todos modos – no todo el mundo la tiene -, porque más tarde lo volverán a pensar, y quizás a tiempo.

A.D.- ¡Una vida se arruina tan pronto! La época, sin embargo, provee al comediante de nuevos modos de subsistencia: el cine, la radio, el «doblaje».

P.F.- Sí, però son «ersatz». No es eso lo que quieren, no es eso lo que les gusta, pues es todo lo contrario del oficio que han elegido. Para mí, la sincronización [doblaje], sobre todo, es una operación monstruosa, contra natura, y no comprendo cómo los sindicatos de todos los países del mundo no se han unido todavía contra semejante industria. Es un atentado al honor del comediante. Esa grotesca cirugía, esa injuria de una voz anónima sobre el cuerpo de otro, es un atentado contra el honor del comediante. Los dos cómplices se degradan al aceptar esa mentira: el creador, que se deja desnaturalizar de ese modo, y el que dobla, que presta su talento – y su habilidad, pues es un trabajo difícil – sin ninguna esperanza de que el público reconozca su mérito. Es, positivamente, la trata de blancas aplicada al actor.

A.D.- Las contingencias del comienzo de nuestra charla nos han hecho rozar, pero nada más que rozar, el problema de la enseñanza.

P.F.- Tengo poco que agregar en ese sentido. Ni niego su interés, pero nunca me ha preocupado mucho. Tal vez se deba a que yo mismo no he recibido ninguna enseñanza. Mi tío Garry me hacía ir a su casa algunos jueves de mañana, en principio para trabajar. De hecho, nuestras charlas versaban casi siempre sobre otras cosas. No nos veo ocupados más de una decena de veces en el estudio de un texto. Confió en mí muy pronto, y adquirí de él, sin duda, este desinterés a propósito de la pedagogía dramática. En 1914 entré al mismo tiempo en el Conservatorio, y como alumno del Conservatorio en la Comedia Francesa – donde, inmediatamente, me confiaron papeles importantes durante los meses que precedieron a mi movilización, a causa de que otros jóvenes intérpretes ya habían sido movilizados –, y seguí apenas los cursos de mi profesor Georges Berr, a los que nunca asistí. La práctica – que me fur acordada de manera tan providencial – y el ejemplo de la admirable compañía en la cual me encontraba, me enseñaron el oficio. Ésa es la verdadera enseñanza. Por desgracia, es raro que la carrera del comediante empiece de esa manera, y no seré yo quien niegue la existencia de una técnica básica, que le es indispensable adquirir. Esa técnica se reduce a poca cosa, sin embargo (ver Legouvé), y si se suponen presentes los dones sin los cuales un alumno comediante debe ser eliminado desde un comienzo, esa técnica se asimila normalmente en pocos meses. Asimilar no es la palabra precisa, pues al empezar sólo se registran conocimientos, y la asimilación completa sólo se logra por medio de la práctica. Pero esa técnica es más elemental que la de las otras artes, plásticas o musicales.

A.D.- ¿En qué consiste, entonces, el talento de un actor?

P.F.- En la riqueza de su personalidad. El talento consiste en tener algo que decir, y la técnica en cómo decirlo, o más bien en no tener ya que preguntarse cómo se dirá.

A.D.- ¿Una enseñanza rica no puede nada en materia de personalidad?

P.F.- No la creará, sin duda, però tal vez la cultive, la enriquezca. Claro que esto exige cualidades notables en el profesor, pues si éste posee también una personalidad muy fuerte es de temer que, conscientemente o no, ahogue la de su alumno. El profesor necesitaría una personalidad lo bastante fuerte como para desaparecer, y eso no es común. No, en materia de personalidad el verdadero maestro es la vida.

A.D.- El problema es el mismo en la enseñanza de las otras artes.

P.F.- No del todo. Aquí, maestro y alumno son sus propios instrumentos, y el fenómeno de impregnación de la personalidad de uno por la del otro es de temer mucho más. ¡Cuántos comediantes son señalados con demasiada fuerza por sus maestros!

A.D.- ¿Qué importa, si eso les enriquece?

P.F.- ¡Cuidado! No se trata de una alta personalidad moral, altamente valerosa. Sólo la necesitamos auténtica, y, por lo tanto, previa a toda enseñanza. Con una personalidad de pistolero muy definida se puede hacer un actor muy bueno, però las condiciones más favorables para el nacimiento de un valor de la interpretación dramática son la complejidad y las contradicciones de un temperamento.

A.D.- ¿Qué papel desempeña la inteligencia en ese proceso?

P.F.- Si es muy dominante, si manda, puede convertirse en un freno, en un motivo de esterilización. Pero si interviene como compensadora de los excesos instintivos es un enriquecimiento. Y en verdad, es posible prescindir totalmente de ella, siempre que la estupidez participe de la naturaleza del comediante con rasgos poderosos y sorpresivos. Hay buenos comediantes, y hasta grandes comediantes, que han sido unos solemnes majaderos.

A.D.- Courteline ha escrito en alguna parte: «El genio es muy compatible con la estupidez. Pero cuando tiene la pluma en la mano, algo se produce». A pesar de todo, es la excepción.

P.F.- ¡Gracias a Dios! Hay que proscribir implacablemente la trivialidad, la chatura y la mediocridad.

17.04.2020

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