Jean Louis Barrault i Charles Dullin (Deixeble i Preceptor)
10_MI TRABAJO EN EL ATELIER
(Jean Louis Barrault. Mi vida en el teatro. Traducción: Carlos Manzano. Colección Arte. Serie Teatro, núm. 60. Editorial Fundamentos. Madrid, 1975. Pàgs. 92-96)

No actué prácticamente nunca con la compañía de Dullin. Pero todo era bueno para captar algo. A la menor ocasión surgía de las aguas como una carpa, zampando un moscón o una miga de pan.

Después de Volpone, hice «la lluvia» en Es necesario que una puerta se abra o se cierre (frotar un cepillo de cerdas sobre el revés de una tela o dejar caer guisantes sobre la piel de un tambor). En La voluptuosidad del honor (Pirandello), el segundo acto terminaba con la entrada de un notario, seguido de sus tres escribientes. Yo era el tercero. En aquel momento caía el telón. El público veía al primer escribiente, las piernas del segundo, nunca al tercero. Siempre llegaba cuando el telón estaba ya bajado. Aprovechaba aquello para practicar el arte del maquillaje.

– Puesto que de todas maneras el público no me va a ver, ¿me permite que cada noche me ponga una cabeza diferente?

Dullin aceptó y todas las noches yo llegaba dos horas antes de que se alzase el telón para transformarme en viejo, en mofletudo, en esqueleto, etc., a Dullin aquello le gustaba.

Sin embargo, me convertí en su cabeza de turco, y, durante un período, me imputaba todo error que se cometiese. Hubo incluso una petición de mis compañeros en mi favor. Parecía que quisiese probar la resistencia de mi caldera. Una noche, lo encontré en la calle y me atreví a dirigirme a él para confesarle mi pena.

– Quieres hacerlo demasiado bien y por eso lo haces mal.

Siempre aquella indiferencia que yo no conseguía adquirir.

Fui regidor durante quince días: una catástrofe. Si el timbre eléctrico no funcionaba, yo hacía «dring» con la boca, y el público se desternillaba. Mandaba alzar el telón antes de que hubiese acabado el entreacto.

Para conseguir un poco de disciplina, Dullin nombró a Decroux. Estaba encargado de «apretar la tuerca» a todo el mundo. Resultado: el día siguiente, el señor Charles Dullin figuraba en el boletín de servicio por haber llegado con cinco minutos de retraso al ensayo.

A Decroux sustituyó el delegado sindical quien, al enterarse de que yo dormía en el teatro, quiso impedírmelo, Dullin, indignado, le dijo delante de todo el mundo que merecía azotes en el culo. Entonces fue él quien dimitió. Tal era el orden que reinaba en el Atelier. El bailarín Pomiès, muerto prematuramente, se entrenaba en los bajos. En un rincón, Dorcy, practicaba el tambor «a fondo». Los perros ladraban, el caballo relinchaba, los alumnos corrían por las escaleras... ¡era maravilloso!

Cada vez que se estrenaba una nueva obra, se producía un período de crisis. Pasábamos las noches regulando los reflectores. Yo era voluntario para permanecer fijo en cualquier punto del escenario con el fin de que Dullin pudiese juzgar la intensidad de cada proyector. Así fue como aprendí a iluminar.

Después venía la desesperación. Los «cabreos» de Dullin.

– Estoy deshonrado; es muy sencillo, cerramos el Atelier. Iré a trabajar con mis manos; ¡haré sincronización!

El día último de año los celebrábamos todos juntos; apartábamos los decorados y montábamos un banquete en el escenario. Después, con la ayuda del vino, pasábamos a los juegos, a las improvisaciones. Había dos de nosotros que imitábamos a Dullin: mi compañero Higonenc y yo. Una vez hicimos delante de él «Dullin dirigiendo a Dullin». Higonenc hacía de Volpone, yo de Dullin como director. Los «¡Ah, però entonces con decisión!» sucedían a los «¡Estoy deshonrado!»...

Dullin acogió aquella sátira con mucha alegría. Lloraba de risa. Algunos días después: nueva obra, nuevas desesperaciones. Aquella vez, Dullin sabía que íbamos a espiar su «cabreo».

– Sé que estoy ridículo (comenzó con calma) cuando me desespero. Lo que no quita... para que mañana... vaya a ser un fracaso... el hazmerreir general en todos los periódicos... ¡Oh!, esta vez no voy a decir nada... PERO ¡MAÑANA ME PEGO UN TIRO!

Risa general. Se marchó a tomar el aire a la plaza Dancourt dando puñetazos y patadas a los troncos de árbol, y soplando por las ventanas de la nariz. Tenía algo de caballo. Coceaba.

Por otro lado, nunca lo cogí en fragante delito de vulgaridad. Las palabras groseras no tienen nada que ver con las naturalezas vulgares. Dullin era de una gran delicadeza, sobre todo con las mujeres. Nunca pronunciaba palabras que molestasen. Indicaba las escenas de amor con una sensibilidad exquisita. Un día a una joven protagonista que no parecía estar muy emocionada con la escena de amor que tenía que representar, dijo:

– Es curioso, te está besando, te quiere, estáis en una cama, le respondes abrazándolo contra ti... y, sin embargo, permaneces fría... (y con su voz sobreentendida de la forma más tierna y con su mirada más mimosa, añadió): ¡No hay que estar fría!

LA CAMA DE VOLPONE

Como ganaba 15 francos al día y no nos pagaban, había renunciado a toda posibilidad de coger una habitación y, con la complicidad de mi maestro, dormía en el teatro.

Una noche, después de la representación de Volpone (la cama del quinto acto permanecía en el escenario), se me ocurrió la idea de acostarme en la propia cama del personaje...

Todo el mundo se había marchado a acostarse, la portera había cerrado sus puertas. Estaba solo en el edificio. Me deslicé hasta el escenario, encontré un cabo de vela en la habitación del regidor, lo encendí, abrí todas las cortinas de la camita, pues Barsacq, entonces jovencísimo decorador, con su dichosa perspectiva, la había construido de sólo un metro cuarenta. Y me tumbé.

Ahí estaba el escenario, sumergido en el silencio, con los telares sobrecargados de cortinas. Los elementos del decorado se parecían un poco a sombras de fantasmas... Se me ocurrió la idea de ir a abrir el telón del escenario. Quería sentir la presencia de la sala. La sala poblada de butacas: todo un público virtual.

Abrí el telón como haciendo un cosa prohibida. Di unos pasos por aquel escenario en el que, hacía un momento, había sentido tanto miedo... Me quedé un momento inmóvil de pie en el proscenio. El silencio del teatro me invadió. Estaba como cogido por los hielos. Estaba cayendo escarcha a mi alrededor y encima de mí. Pronto estuve completamente cubierto de una capa de silencio.

Fui a acurrucarme en la cama de Volpone... Soñaba...

En aquel momento, cada butaca podría haber tenido su personalidad; por lo demás, algunas crujían. Eran como yo, estaban soñando. ¡Qué de cosas no habrían visto, aquellas butacas! Un día, al desmontar uno de los palcos para añadir una posibilidad de entrada, encontramos entre uno de los revestimientos de madera y la pared una carta de amor que databa de 1840.

Viejo teatro de la periferia... La vida de todos aquellos comediantes ambulantes que Dullin había conocido. Mi sueño de niño se realizaba: en aquel preciso momento viví, me casé con la vida del teatro. Durante aquella noche de iniciación, me di cuenta de que todo el problema del teatro reside en hacer vibrar ese Silencio. Deshelar ese silencio. Remontar la corriente. Cuando el río desemboca en el mar, muere; su estuario es el lugar de su enfermedad... Se trata de ir contra corriente para remontar hasta la fuente, el nacimiento, la esencia...

El arte: desafío a la muerte...

Aquel silencio lleno de crujidos, en aquel recinto mágico donde solamente oía el ruido interior de mi cuerpo – mi cuerpo «luminoso», como dice Pitágoras –, no me iba a abandonar nunca más; siempre me veré acurrucado en la cama de Volpone, pasando mi primera noche de amor en la fuente de mi arte...

Desde entonces, he estado siempre buscando ese Silencio y a veces lo he encontrado, però entonces ya en medio de un escenario resplandeciente con los proyectores, en una situación dramática encandecida o, mejor, entre mil personas, mil corazones humanos atentos, abiertos, que compartían el momento presente conmigo.

Estoy convencido de que el momento en que he experimentado con mayor intensidad esa maravillosa sensación ha sido en el del pasaje del gran monólogo de Hamlet, «Ser o no ser».

Cuando mil corazones laten al mismo ritmo y el mío late al suyo; cuando el ritmo de mi corazón coincide con el de esos otros corazones; cuando todos nosotros somo uno solo; puedo decir que conozco el amor humano, el amor de todo un grupo de humanos, el amor entre humanos. Y de igual forma que, en el amor, nos ocurre que, en ciertas cimas, queremos retrasar el momento del desgarramiento, también a mí me ocurre que quiero retrasar ese instante. Me callo; he dejado de respirar; todos nosotros hemos dejado de respirar. Palpitamos en la inmovilidad; recuperamos ese silencio excepcional, ese silencio-en-marcha que es lo único que puede proporcionar la sensación física del presente.

1/05/2020

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