13_EL ARTE SIN ARTIFICIO
(Eugen Herrigel –Bungaku Hakusi–: Zen en el arte del tiro con arcoTraducción del alemán por Juan Jorge Thomas. Editorial Kier S.A., Buenos Aires, 1979. Cuarta edición, págs. 35-43)

Ya en la primera clase habríamos de percatarnos de que el camino del arte sin artificio no es fácil. Primero nos mostró los arcos japoneses y nos explicó que su extraordinaria elasticidad era el resultado de su peculiar construcción y de las características del material con que estaban hechos, el bambú. Pero mucho más importante aún era para él que advirtiéramos la forma extremadamente noble que adopta el arco, de casi dos metros de longitud, una vez armado con la cuerda, y que se manifiesta de manera tanto más sorprendente cuanto más se lo estira. Cuando la cuerda está estirada hasta donde lo permita el arco, éste encierra el «universo», agregó el maestro, y por eso es tan especial que se aprenda a extenderlo correctamente. Luego tomó el mejor y más fuerte de sus arcos y, en una actitud marcadamente solemne, hizo rebotar repetidas veces la cuerda levemente estirada. Esto produce un tono, mezcla de cortante restallido y grave zumbido que, tras escucharlo algunas veces, nunca más se olvida: tan peculiar resulta y tan irresistiblemente invade el corazón. Desde tiempos remotos se le atribuye el misterioso poder de conjurar a los malos espíritus, y puedo comprender muy bien que tal creencia se haya arraigado en todo el pueblo japonés.

Después de esta significativa introducción purificadora y consagratoria, el maestro nos invitó a observarle atentamente. Colocó una flecha, estiró el arco a tal extremo que llegué a temer que no resistiera el esfuerzo de encerrar el universo, y por fin disparó. Todo esto no sólo se veía muy bello, sino que parecía fácil.

Entonces nos ordenó: hagan lo mismo, però observen que el tiro de arco no está destinado a fortalecer los músculos. No deben estirar la cuerda aplicando todas sus fuerzas sino procurando que trabajen las manos únicamente, mientras que los músculos de brazos y hombros permanecen relajados como si contemplaran la acción sin intervenir en ella. Sólo cuando hayan aprendido esto cumplirán una de las condiciones en que el tiro «se espiritualiza». Luego de pronunciar estas palabras, tomó mis manos y las guió lentamente por las fases del movimiento que en adelante tendrían que ejecutar, como para acostumbrarme a la sensación.

Ya en el primer intento realizado con un arco de estudio de mediana resistencia, me percaté de que necesitaba emplear mucha fuerza, para estirarlo. A ello se agregaba la dificultad de que el arco japonés no se sostiene a la altura de los hombros como el europeo que permite apretar el cuerpo contra él, por así decirlo. En cambio, una vez colocada la flecha, se lo levanta con los brazos casi extendidos, en forma tal que las manos del arquero se encuentran por encima de su cabeza. Por consiguiente no puede hacerse otra cosa que ir separándolas uniformemente a derecha e izquierda, y cuanto más se distancian una de otra, tanto más descienden, describiendo curvas, hasta que la izquierda que sostiene el arco se halla con el brazo extendido a la altura del ojo, y la derecha, que tira de la cuerda, con el brazo doblado, encima de la articulación del hombro; la punta de la fecha, de casi un metro de largo, sobresale muy poco del borde exterior del arco, tan grande es la envergadura de éste.

El arquero debe permanecer en esta posición un rato antes de disparar la flecha. La fuerza necesaria para estirar y sostener el arco de una manera tan insólita hizo que a los pocos instantes las manos me empezaran a temblar y la respiración se volviera cada vez más difícil. Y esto continuó así durante semanas enteras. El estirar el arco seguía exigiéndome un gran esfuerzo, y por más que me ejercitara no llegó a «espiritualizarse». Para consolarme me refugié en la idea de que debía de tratarse de un ardid que, por alguna razón, el maestro no quería revelar, lo cual despertó toda mi ambición para descubrirlo.

Obstinadamente aferrado a mi propósito seguí practicando. El maestro observaba atentamente mis esfuerzos, corregía impasible la rigidez de mi postura, elogiaba mi celo, me censuraba por mi desgaste de fuerza pero, por lo demás, me dejaba hacer. Sólo que, exclamando una y otra vez «relajado» –palabra que mientras tanto había aprendido– seguía poniéndome el dedo en la llaga, mas sin perder la paciencia ni la afabilidad. Pero llegó el día en que fui yo quien perdió la paciencia y confesé que simplemente me era imposible estirar el arco de la manera indicada.

– No lo consigue –aclaró el maestro– porque no respira bien. Después de inspirar, haga bajar el aliento suavemente, hasta que la pared abdominal esté moderadamente tensa, y reténgalo allí un rato. Luego espire de la manera más lenta y uniforme que le sea posible y, después de un breve intervalo, vuelva a aspirar rápidamente y continúe así inspirando y espirando con un ritmo que poco a poco se instalará por sí solo. Si ejecuta esto de manera correcta, sentirá que el tiro se vuelve cada día más fácil, pues esta respiración no sólo le permitirá descubrir el origen de toda fuerza espiritual, sino que hará brotar ese manantial cada vez más abundantemente y lo encauzará a través de sus miembros con tanta o más facilidad cuanto más relajado esté. 

Como para demostrármelo, armó su fuerte arco y me invitó a colocarme detrás de él y a palparle los músculos de los brazos. En efecto, estaban tan libres de tensión como si no estuviera haciendo esfuerzo alguno.

Practiqué la nueva respiración sin arco y flecha, hasta que llegó a convertirse en cosa natural. Incluso el leve vahído que experimenté en un principio, desapareció pronto. A la espiración lenta y uniforme, que debía desvanecerse paulatinamente, el maestro le atribuía tanta importancia que para ejercitarse y controlarla mejor, nos la hacía combinar con un zumbido. Sólo cuando, con el último vestigio del hálito, se perdía también el zumbido, nos permitía volver a inspirar. La inspiración, dijo una vez el maestro, liga y une, reteniendo el aliento se realiza todo lo que es justo, y la espiración libera y consuma, venciendo toda restricción. Pero en aquel entonces no lo comprendíamos.

Inmediatamente el maestro pasó a relacionar la respiración con el tiro de arco por cuanto aquélla no se practica com un fin en sí misma. La acción continua de estirar el arco y disparar la flecha se dividió en las siguientes fases: asir el arco – colocar la flecha – levantar el arco – estirarlo y mantenerlo en el máximo estado de tensión – disparar. Cada fase se iniciaba con una inspiración, se apoyaba en el aliento retenido en el abdomen y terminaba con la espiración. Todo esto conducía por sí solo a que la respiración se adaptara y se hiciera natural, no sólo acentuando significativamente las distintas posturas y movimientos, sino también entrelazándolos y articulándolos rítmicamente en cada uno de nosotros según el estado de la técnica respiratoria. Por eso, no obstante estar fragmentado todo el procedimiento causaba la impresión de un acontecer que vive íntegramente de sí mismo y en sí mismo y ni remotamente puede comparárselo con un ejercicio gimnástico al cual pueden agregarse o del cual pueden quitarse tiempos sin que se destruyan ni su significado ni su carácter.

Me es imposible evocar aquellos días sin recordar una y otra vez cuán difícil me resultó al principio dejar que la respiración surtiera su efecto. Respiraba en forma técnicamente correcta, però cuando, al estirar el arco, me concentraba en que los músculos de brazos y hombros permanecieran relajados, la musculatura de mis piernas se contraían a su vez a pesar de mí mismo. Era como si me hicieran falta una base firme de sustentación y una postura sólida y, a semejanza de Anteo, tuviese que extraer mis fuerzas de la tierra.

Muchas veces, el maestro no tenía más remedio que asir súbitamente uno u otro músculo de mis piernas y apretarlo en un punto particularmente sensible. Cuando, en una de esas ocasiones, dije a manera de disculpa que en verdad me esforzaba por permanecer relajado, replicó: «Éste es precisamente su error: usted se esfuerza, usted piensa en ello. ¡Concéntrese sólo en la respiración, como si no tuviese que hacer otra cosa!»

Con todo, pasó todavía bastante tiempo antes que consiguiera cumplir con las exigencias del maestro. Pero lo conseguí. Aprendí a perderme en la respiración tan despreocupadamente que a veces tuve la sensación, no de respirar, sino de ser respirado, por extraño que parezca. Y aunque en momentos de reflexiva meditación rechazaba tan extravagante idea, no podía ya dudar de que la respiración cumplía lo que el maestro había prometido. De cuando en cuando, y cada vez con mayor frecuencia mientras transcurría el tiempo, pude estirar el arco y mantenerlo tenso hasta el final, con todo el cuerpo relajado, sin que supiera decir de qué manera. La diferencia cualitativa entre esos pocos intentos satisfactorios y los aun abundantes casos era tan convincente, empero, que de buena gana admitía haber comprendido por fin lo que, quizá, significaba el estirar «espiritual» del arco.

Era esto, el quid de la cuestión: no se trataba de ningún ardid técnico, que en vano había querido descubrir, sino de una respiración liberadora que abría nuevas perspectivas. Y no lo digo con ligereza. Sé muy bien cuán grande es, en tales casos, la tentación de sucumbir a una fuerte influencia y, enredado en un autoengaño, sobreestimar el alcance de una experiencia por el solo hecho de ser insólita. Mas, pese a todas mis evasivas cavilaciones y sobria reserva, el éxito obtenido con la nueva respiración (pues con el tiempo me era posible estirar relajadamente hasta el fuerte arco del maestro) era demasiado obvio como para ser negado.

En oportunidad de una prolongada charla pregunté al señor Komachiya por qué el maestro había observado impasible durante tanto tiempo, mis infructuosos esfuerzos por estirar el arco «espiritualmente»; por qué no había insistido desde un principio en la respiración correcta: «Un gran maestro –respondió– tiene que ser a la vez un gran pedagogo; para nosotros las dos cosas son inseparables. Si hubiera iniciado la enseñanza con los ejercicios respiratorios, jamás habría convencido de su decisiva influencia. Primero tenía que naufragar usted con sus propios intentos, para que estuviera dispuesto a asirse del salvavidas que le arrojó. Créame, yo sé por experiencia propia que el maestro conoce a usted y a cada uno de sus alumnos, mucho mejor de lo que nos conocemos nosotros mismos. Lee en las almas de sus discípulos más de lo que ellos están dispuestos a admitir».

22/05/2020

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