Lleó Fontova. Probablement, l’actor català més popular de la segona meitat del segle XIX.
26_EL GRAN FONTOVA
(Article periodístic de Josep Roca y Roca. Secció: La semana en Barcelona: "León Fontova". La Vanguardia, 4 gener 1891. Pàg. 4)

Cuanto se diga sobre la pérdida que acaba de sufrir el Teatro Catalán con la muerte de León Fontova, será poco en mi concepto. 

Tratándose de un artista por tantos títulos notable, no bastan ni con mucho las frases hechas de cajón que en tales casos suelen exhumarse. Diciendo que Talía está de duelo, que el difunto deja un vacío imposible de llenar, que en el firmamento del arte se ha extinguido un astro de primera magnitud, diciendo esto y algo más podrá darse á entender sin duda que Fontova valía mucho; però ni se precisará el mérito extraordinario del célebre actor, ni tampoco se ponderará en toda su magnitud la desgracia que su muerte significa.

A pesar de que la índole especial del trabajo de Fontova estaba al alcance de todas la inteligencias, desde las más indoctas á las más cultas, así por su regocijada amenidad cuanto por su sorprendente naturalismo, solo el espectador que teniendo sobre el arte de representar con perfección juicios bien cimentados iba al teatro á ver Fontova para estudiarle hondamente con ojos de crítico experto, estará en el caso de poder apreciar cual es debido, la immensa valía de aquella gran figura de la escena catalana.

Fontova todo se lo debía á sí mismo. Ni tuvo maestros, ni frecuentó conservatorios. Jamás tomó nada de nadie; jamas imitó á ningún otro artista. Todo en él fué espontáneo y personal, todo hijo de su maravilloso instinto, de su espíritu observador y de su talento de adaptación puestos al servicio de unas facultades pasmosamente fieles, dúctiles y obedientes á su voluntad. En la creación de un sin fin de tipos á cual más diverso, puso siempre todo su ser: la figura, el rostro, la voz, la mímica, una riqueza de detalles verdaderamente inagotable, y siempre el hombre desaparecía encarnado en la creación.

Durante la representación vivía la obra exclusivamente.

No concibo ningún actor sin que posea esta facultad maravillosa de transformar por completo su persona, en cuanto atañe no sólo á su aspecto externo, sino también á su alma toda. Así lo hacen Coquelín y Novelli; así lo hacía Fontova.

Y León Fontova vivía consagrado por completo al teatro catalán, siendo genuinamente catalanas todas sus creaciones. De aquí su excepcional importancia y de aquí mismo la trascendencia de la pérdida fatal, irreparable, que con su fallecimiento acaba de sufrir nuestro teatro. Si se tratara de un ejército, diría que ha muerto su general más victorioso. Pero yo entiendo, por desgracia, que es aún más fácil reemplazar un buen general que un actor de la talla de León Fontova.

Al principiar su carrera como mero aficionado en el teatrillo del Olimpo y al lado de Villahermosa, de Clusellas y de Gervasio Roca, dedicábase al género cómico, actuando de gracioso. Obrillas como Candidito y otras del mismo género eran su fuerte. El público, al verle, se destornillaba de risa.

– ¿Quién es ese Fontova? ¿De dónde ha salido ese joven, capaz de desarrugar el ceño de los más adustos? –iban preguntándose todos, desde el primer día que pisó las tablas.

Fontova era á la sazón ayudante de obras públicas. Aunque nacido en nuestra capital, había pasado su infancia y una parte de su juventud en Tarragona y compartía las tareas inherentes á su cargo, pintando y tocando el piano á ratos perdidos y sobre todo consagrando al teatro una afición devoradora, loca, afición que debía conservar durante todo el resto de su existencia.

Coincidió con los comienzos del joven aficionado la creación del Teatro Catalán, ó mejor dicho su regularización, pues antes del estreno de La Esquella de la Torratxa, ya se representaban en distintos teatros de Barcelona obrillas catalanas. Pero á Federico Soler le cabe la gloria de haber aunado los elementos necesarios para imprimir al naciente teatro una marcha regular y fija, habiendo contado desde el primer momento con el valioso concurso de Fontova. Las regocijadas funciones de la sociedad La Gata, constitutida en el Odeón, en las cuales se iban dando las obras que Pitarra bautizaba con el nombre de gatadas, fueron el punto de partida de nuestro teatro regional tal como ha llegado hasta nuestros tiempos. Puede decirse que el teatro catalán dió sus primeros pasos entre risas y carcajadas, distinguiéndose Fontova desde un principio, com un actor dotado de una vís cómica insuperable. ¿Quien no recuerda el alcalde de la citada Esquella de la Torratxa, el criado tartajoso de Lo Castell dels tres dragons y tantos otros tipos como creara, ya, en aquellos días de iniciación fecunda?

Pero hasta entonces solo veíamos en él al gracioso, al cómico que se preocupa ante todo de hacer reír al público, si bien es forzoso reconocer que Fontova valíase siempre de recursos de buena ley no apelando jamás ni por asomo á las payasadas, ni á los medios adocenados que suelen emplear ordinariamente nuestros graciosos. El joven actor transformaba la caricatura en un arte aceptable, puesto que iba siempre á beber sus inspiraciones en el arroyo de la más sorprendente naturalidad.

El actor genérico sin rival revelóse pujante al estrenarse la primera obra seria de Pitarra. El viejo Bernat de Las joyas de la Roser, tal como lo interpretó Fontova, es una figura inolvidable, la que más ha sorprendido á nuestro público, la que por primera vez en el Teatro Catalán hizo saborear al espectador aquel indefinible agridulce del contraste, arrancando á su alma la risa ingenua entremezclada con lágrimas de ternura, que es siempre la más cumplida patente de su identificación íntima con el espectáculo que ante su vista se despliega.

¿Y quién hubiese dicho á la sazón que bajo la envoltura de aquel septuagenario caduco, de barba saliente y temblorosa, de enjutas mejillas, de ojos hundidos y húmedos, de cuerpo encorvado, de voz apagada y de paso incierto y vacilante, vivía y alentaba un joven en la flor de sus veintisiete años? La creación de aquel prototipo de nuestro teatro constituye sencillamente un asombro. No podía dar á nuestra escena el genial actor más sólidos y perdurables cimientos. El día del estreno de Las joyas de la Roser comprendió todo el mundo que el teatro catalán tenía razón de ser. Aquel Bernat tan hijo de la tierra, solo en catalán podía ser reproducido. El mismo Fontova encontró su mejor filón artístico al dar con el elemento más digno de su genio.

Pudiendo brillar como había brillado ya en la interpretación de los graciosos del repertorio castellano, renunció desde entonces á todo lo que no fuese catalán castizo, tan bien comprendía que en el teatro no cabe promiscuar so pena de no merecer la perfección á que Fontova con tanto afán aspiraba. Para trabajar en castellano, tal como él entendía el teatro, era preciso irse á vivir á Castilla, y Fontova, precisamente, tenía en Cataluña su corazón, su alma y su arte todo. De nuestro país sacaba directamente sus tipos populares: sorprendíalos con pasmosa exactitud y sabía reproducirlos con fidelidad irreprochable. Tomaba sus contornos, su color, su sabor, sus acentos, su fisonomía externa, su espíritu, todo de un golpe, y luego en la escena esmerábase en enriquecerlos con un lujo tal de detalles que rayaba la maravilla.

En los veinticinco años que lleva de vida el Teatro Catalán, calculo que Fontova habrá llegado á crear no menos de 250 tipos distintos. Pues bien, el apuro del crítico sería recordar alguna de esas creaciones en la cual el célebre actor estuviese flojo ó deficiente. Yo por lo memos, no tengo presente ninguna, y eso que creo haber asistido á casi todos los estrenos del Teatro Catalán.

Vayan ahora á guisa de intermedio dos pequeñas anécdotas, escogidas entre las muchas que podrían contarse.

Cuando la celebración de las fiestas de Vallfogona, en las cuales tanta parte tomó el elemento catalanista, poco después de ponerse en marcha la comitiva oficial, notóse la ausencia de Fontova. El actor se había quedado rezagado. Fueron unos amigos en su busca y le encontraron contemplando con el mayor embeleso á un abuelito que estaba meciendo una cuna en el zaguán de su casa. Había encontrado un modelo y por el modelo olvidaba la fiesta. Así procedía siempre.

Fontova siendo ya actor, tenía en la Plaza Real una galería fotográfica. Un día cierto desconocido fué á retratarse y en el momento en que el retratista vuelto de espaldas destapaba el objetivo, diciendo: «Quieto: va!» –el sujeto en cuestión se echó á reír como un loco. Fontova preparó un nuevo cliché, destapó nuevamente el objetivo y se reprodujo la misma carcajada.

– No se canse Vd. –díjole al fin el desconocido–. No sé porque se me figura que Vd. y yo estamos representando la comedia de Arnau «Fotografías». Se parece Vd. tanto al actor que hace el fotógrafo!...

– Como que soy el mismo!... –dijo Fontova riendo á su vez.

Hasta tal punto llevaba la naturalidad al teatro, que el actor y el hombre una vez ocupados en una misma tarea, llegaban á confundirse.

La primera vez que estuvo Novelli en Barcelona formando parte de la compañía de Pia Marchi hubo de ver por casualidad la colección de fotografías de varios tipos creados por Fontova que estuvo, durante mucho tiempo, expuesta en la Rambla del Centro, esquina á la calle de Fernando, y quedó tan maravillado, que no tuvo momento de sosiego hasta que logró conocer al artista.

Este hecho ocurrió en verano: la compañía del Teatro Romea trabajaba en Mataró. A Mataró se fué Novelli, á la chita callando, el primer domingo por la tarde que tuvo libre, tomó en el despacho su billete de entrada, vió la función confundido entre los espectadores y apenas cayó el telón por última vez, llevado del mismo noble entusiasmo hízose guiar al cuarto de Fontova y allí selló con un estrecho abrazo una amistad hija de la más sincera admiración y un afecto que ya no había de interrumpirse jamás. Novelli reputaba á Fontova como uno de los más grandes actores contemporáneos.

– Mucho creí adivinar en aquellos magníficos retratos –decía el eminente artista italiano–, però la realidad superó enormemente á mis presunciones y esperanzas. Fontova es un actor perfecto.

La verdad es que ha habido dos cómicos que, difiriendo completamente en su físico, se asemejaran á más no poder en la manera de entender y practicar el arte, esos dos cómicos son sin duda Novelli y Fontova. Ambos han basado todo su trabajo escénico en la observación atenta del natural; ambos han detestado por igual la hinchazón declamatoria; ambos han enriquecido sus tipos con toda suerte de sorprendentes detalles; ambos, recogiendo gustosos el aplauso del público no lo han mendigado jamás, ni se han cuidado un solo momento de provocarlos adrede; ambos, en fin, han trabajado siempre á conciencia.

Equivale á trabajar á conciencia componer un personaje hasta dejarlo acabado, y sostenerlo luego con igual perfección cuantas veces se represente. En esta rara cualidad de los grandes actores, Fontova no cedía á nadie. Así pasaban diez ó quince años desde el estreno de una obra, el espectador podía hallarse seguro de volver á encontrar el mismo trabajo del primer día. De Fontova no podía decirse que en los estrenos estuviese inseguro, ni que estuviese flojo en las representaciones sucesivas. Su pundonor artístico corría parejas con su vocación y con su talento. Era un artista estudioso, que nada dejaba á la improvisación, ni al acaso. Así como el pintor, por ejemplo, deja íntegra su obra sobre el lienzo, del mismo modo Fontova conservaba íntegramente en su persona cada uno de los tipos que iba creando. Para que un cuadro concluido pierda su belleza, es preciso que algún agente exterior, el aire, la luz ó la humedad lo deterioren. Del propio modo el actor concienzudo, sólo cuando sus fuerzas físicas desfallecen, sólo cuando la enfermedad se ceba en su cuerpo, dejará oscurecer el brillo de sus anteriores creaciones.

Pero Fontova, con todo y estar enfermo desde hacía algunos años, se defendía en el escenario con el mayor tesón, sin retroceder un ápice aparentemente. Antes le faltaban las fuerzas que el gusto por la escena. Una grave afección cardíaca iba destrozando paulatinamente la más noble entraña de su cuerpo; aquel corazón suyo que tanto sabía sentir, consagrado por completo al doble culto del teatro y de la família. En la escena se sabía distraer de sus preocupaciones, de sus pesadumbres, del peligro de una muerte prematura que sin cesar le asediaba.

Dos años atrás, con motivo de estrenar mi comedia Lo plet de’n Baldomero, cuyo éxito fué debido indudablemente más que á otra cosa al immenso talento de Fontova, tuve ocasión de observar los copiosos sudores que bañaban su noble frente, cierto abotagamiento en su rostro y en sus manos, todos los indicios, en suma, de la funesta dolencia que le ha llevado al sepulcro. Pero una vez en escena ¡quién era capaz de decir á simple vista, que el genial actor hubiese entrado en el período del decaimiento físico, ante su talento que resplandecía siempre supliendo la deserción de su vigor?

Por cierto que en la representación de mi pobre comedia tuve motivo de apreciar cuanto les debemos los autores á los buenos intérpretes. Lo confieso: había imaginado yo un Señor Jaumet muy distinto del tipo que creó Fontova: yo me lo figuraba más rudo, más impetuoso, algo brusco... en cambio el actor lo vió muy franco y abierto, muy campechanote y bondadoso, así hubo de dibujarlo ya desde los primeros ensayos; però con tal maestría, que reputando muy superior su trabajo á mis imaginaciones, no sólo me abstuve de hacerle la más mínima observación, sino que le felicité cordialmente por su acierto.

No creo que exista un solo autor catalán á quien Fontova no haya proporcionado sorpresas tan gratas como la experimentada por mí, en la interpretación de las obras que se le confiaban. Por este motivo el eminente artista merece con más justicia el dictado de creador que el de simple intérprete.

La última obra que estrenó fué el hermoso monólogo de Rusiñol L’home de l’orga. Antes de la representación fuí á verle á su cuarto. Se sentía muy mal y se quejaba de su estado de salud. Pero al propio tiempo iba componiéndose el rostro con el amor y con la ilusión de sus mejores días. Intercalaba sus quejas con interrogaciones pertinentes al tipo que iba á representar. «No tengo apetito... –me decía–. Cada noche duermo menos.» Y casi al propio tiempo añadía: «¿Qué te parece: me pongo esta gorra ó este hongo?» Y trataba de confirmar mi parecer, mirándose con atención al espejo.

Una vez vestido y caracterizado trató de levantar el organillo y no pudo lograrlo. Le ayudé á ponerlo sobre una silla, dió algunas vueltas al manubrio y me dijo:

– Está visto; las fuerzas me abandonan... Ya no podré terminar el monólogo como había imaginado, recorriendo el escenario al son del organillo... Lo siento mucho.

¡Pobre Fontova! Levantóse el telón, apareció el actor visiblemente quebrantado: el peso del instrumento que llevaba colgado al hombro, le ahogaba. Lo colocó con mucho trabajo sobre un taburete, pues para dejarlo en el suelo ni siquiera podía agacharse, y empezó á hablar.

«Caballers, soc home mort... Soch tant mort com tots los morts... May més, may més faré res de bó...»

Aquel principio de monólogo, después de lo que acababa de presenciar en su cuarto, sonó en mis oídos con acento lúgubre y siniestro. Si el público hubiese estado en autos, habría llorado de compasión y de dolor. Fontova, transformado en el Home de l’orga, creo que ni siquiera se daba cuenta de sus angustias, de sus dolores, pues aun tuvo sonrisas y hermosos rasgos de humorismo diluidos en las hondas tristezas del personaje que representaba. El público, como siempre, le colmó de aplausos.

¡Qué raros son ciertos presentimientos que á veces se apoderan del espíritu!...

Fontova, enfermo de gravedad y rodeado de su família concebía de vez en cuando esperanzas halagüeñas... Retirarse de la escena, irse á vivir á una pequeña quinta de estos alrededores, cultivar un jardinito, contribuir con su experiencia, con sus consejos, con su paternal solicitud á afianzar la carrera de sus hijos Conrado y León, los cuales despuntan notablemente el primero en el piano, el segundo en el violín... tal era su sueño dorado.

Pero á cada punto interrumpíase esta ilusión de su alma con el recuerdo vivo y pertinaz de otro hijo, el pequeño Augusto, á quien tuvo el dolor de ver morir hacia dos años. Y en su mente clavóse como una obsesión invencible la idea fatal de que él también había de morir el día de Inocentes, el día mismo en que iba á cumplirse el segundo aniversario del fallecimiento del niño. En vano su esposa y sus hijas trataban de distraerle, arrancando de su imaginación semejante idea: en sus cortos sueños veía a Augusto y tendía las manos, para acariciarle, y al despertar, sin decir palabra, señalaba con los dedos los días de vida que le faltaban: siete...  seis... cinco... cuatro... tres... dos... uno...!

Pues bien: Fontova falleció el día mismo de tan funesto aniversario.

21/08/2020

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