Camerinos del CC Tomasa Cuevas en el estreno de Rosita, 2017, Fotografía de Gon Txalo



"Me cuesta no escribir sobre mi ciudad, Barcelona"


Entrevista a Misael Sanroque, escritor

por Alberto Rizzo




Misael Sanroque (Las Palmas de Gran Canaria, 1988). Dramaturgo, guionista, cineasta y profesor de guión, dirección e historia del cine, afincado en Barcelona desde 1994. Ahora, un año después de su reestreno, publica Rosita, libro que presentará bajo el sello de la editorial mutis. Antes de comenzar le aviso que le llamaré de usted: «Ante todo el protocolo»; él se ríe. Dice que «ya veremos».


Pregunta: Todo comenzó con el funeral de Sara Montiel.


Fue en abril de 2013. Mi primera obra como dramaturgo, Bambalinas Paral·lel (1), tenía los días contados y encontré mi próximo proyecto con la muerte, funeral y circo mediático alrededor de Sara Montiel. Me pareció un ambiente idóneo para desarrollar algunas de mis obsesiones. Por otro lado, tenía un proyecto jamás concretado, una especie de biopic de Pablo Neruda que quería que protagonizara Carmen de Mairena. Y apareció el bendito «¿y si…?» que ha dado origen a tantas historias: ¿Y si una mujer transexual que se ha convertido en el hazmerreír de cierto sector de la sociedad se convierte en poeta laureada? ¿Y si muere? ¿Quién acudirá a su funeral? ¿Qué dirán de ella? Estaba seguro de que si yo moría la gente que vendría a mi funeral dirían cosas de mí que no son ciertas. Y como no creo que resucite para desmentir o confirmar a mis amigos, decidí que ella sí lo haría, que Rosita no se callaría ni muerta. Y empecé a escribir.

 

Sin embargo, el texto se demoró tres años en ver la luz.


Por desgracia. Otros compromisos profesionales y algunos problemas familiares que me mantuvieron fuera de juego retrasaron su ‘puesta de largo’ hasta marzo de 2016, pero el texto estaba listo a finales de 2015.


Mitad dramaturgo, mitad guionista, da clases, dirige e incluso interpreta, ¿cuál es la profesión de Misael Sanroque?


Escribir. Y no sólo teatro o guiones: ensayos de divulgación cinematográfica, poesía, relatos y también tengo una novela inacabada en un cajón. Mi corazón late al ritmo de una cámara de cine, pero mi cuerpo se abandona cada noche a la escritura. Escribo todos los días, pero no ruedo ni siquiera cada año. Más allá de los escarceos juveniles y universitarios sólo he dirigido tres cortometrajes dignos de ese nombre: Manos sucias (2010), Besos paralelos (2017) y Un ladrón (2020).


Y en el mundo del teatro…


Como director de escena he dirigido nueve montajes, cuatro de ellos con textos míos (2). Pero no todo ha sido ensayar y mover obras, tengo muchos frentes abiertos: doy clases, he dirigido piezas para otros, he escrito guiones de películas eróticas por encargo (3), he trabajado como analista de guiones, muevo cortometrajes, microteatros, obras, guiones de largometraje… Pero escribir es más constante en mi rutina que dormir.


¿Es la literatura la patria de todo escritor?


Un escritor no debería tener patria. La patria —como la lengua— limitan, pero no te queda otra. La literatura es imperecedera y permeable, flota en todo ambiente creativo de un modo u otro. Me interesa mucho cómo en el cine de François Truffaut o en la música de Bob Dylan la literatura hace acto de presencia sin sonrojo. En el teatro es todavía más inevitable porque tienes ‘la palabra’. Pero con una gran diferencia: en la literatura la palabra es muda, en el teatro es hablada. Eso lo cambia todo.

 

¿Entonces, cuál es su relación con la lengua?

 

Complicada, por fronteriza. Tengo un profundo sentimiento de no-pertenencia. He vivido en tres ciudades (Las Palmas, Mataró y Barcelona), en 10 pisos (en mi infancia nos mudábamos con cierta asiduidad por cuestiones económicas) y he asistido a más de 6 colegios. Me cuesta hablar de raíces, no sé qué son. Si me tuviera que etiquetar diría que soy barcelonés.


Y sí, mi lengua literaria es el castellano. Sin embargo, no es la única ni tiene un único acento. Mi madre es canaria, mi padre catalán, y mis cuatro abuelos son de cuatro ciudades distintas (Las Palmas, Barcelona, Bilbao y Alicante), así que tengo un jaleo importante de acentos, sangre y cultura. Pero sí, escribo en castellano, aunque leo regularmente en catalán, incluso he escrito poemas, relatos y algún microteatro en catalán. Me cuesta no escribir sobre mi ciudad, Barcelona, y también me cuesta no hacerlo en el idioma que domino, eso que llaman «lengua materna»: el castellano. Es así.


¿Le gustaría escribir en otros idiomas? ¿Por qué?

 

Si el teatro tuviera la posibilidad que tiene el cine con los subtítulos, lo haría. Pero hay unas condiciones logísticas, casi físicas, que lo impiden. Mi realidad en Barcelona —y no entro a valorarlo— se desarrolla en un amplio porcentaje en castellano; y cuando digo castellano incluyo el argentino, el colombiano, el chileno... Así que, si quiero abogar por la naturalidad y verosimilitud que reflejan mis obsesiones y mi entorno, necesito personajes hablando catalán, árabe o inglés. No en todas las obras o guiones, claro. Espero que en el futuro sea así. Ojalá supiera escribir en inglés o en francés, mis personajes viajarían a menudo a Los Ángeles o Marsella.


¿Considera al cine y la literatura su hogar, tal vez sus raíces? ¿O son como una brújula que señala al norte?

 

Pensando en la literatura como refugio, no siento mi vida como nómada. El cine y la literatura siempre van conmigo, forman parte de mí, no son sólo un nido al que volver. He crecido sintiéndome siempre desubicado, aunque no silenciado, mero espectador. Pero en el cine y la literatura estaba involucrado, íntimamente vinculado. Era un hogar más que un refugio.


¿Podría ser esa la razón por la que en sus obras y guiones el lenguaje se resiste a presentarse con un único registro?

 

Exacto. En mi trabajo mezclo idiomas, germanías, dialectos y acentos. En Besos paralelos se habla italiano y español con acento argentino. En Un ladrón hay una cacofonía de dialectos, así como en Rosita donde se habla con acento británico, catalán, argentino, andaluz, mexicano… Nunca es buscado, surge naturalmente. Ayer estaba con tres amigos de aquí de Barcelona: ella es cubana, uno es marroquí y el otro aragonés. ¿Cómo quieres que luego me ciña a un solo idioma, un solo acento y un solo lenguaje? Me nutro de lo que me rodea y esa realidad no es pura y uniforme sino plurilingüe, mestiza y multicultural. O tal vez soy yo, que me muevo por calles que otros evitan.


Una Barcelona que ya han transitados muchos otros.

 

Sí, y han sido ídolos, referentes para mí. Juan Marsé, Vázquez Montalbán, Terenci Moix o Jaime Gil de Biedma hablan de una Barcelona en la que me siento reflejado e identificado (que no es lo mismo). Por supuesto hay más, autores como Mendoza, Zafón o Vila-Matas, pero no me refiero a ellos porque o los he leído poco, o no me he sentido identificado con la ciudad que ellos describen.


¿Hablamos sólo de una ciudad literaria?

 

Escribo y hablo de Barcelona, no sobre Barcelona. No pretendo radiografiar una sociedad ni extraer ningún tipo de tesis sobre la ciudad y sus habitantes. Pedralbes, Vallvidrera o Sarrià están más lejos de mi corazón que el París de Patrick Modiano o el Nueva York de Salinger.

 

¿Barcelona como escenografía?


Si pensamos en «mera escenografía» no. Creo que es más profundo que eso, pero tampoco niego que hablo de cierta parte de Barcelona, ciertos barrios, ciertas identidades muy concretas que excluyen u omiten otras. Ninguna película ha reflejado todavía Barcelona como Woody Allen o Scorsese han retratado Nueva York. Me pregunto por qué.


Barcelona está presente en todas sus obras, a veces como trasfondo, a veces como protagonista, pero no una Barcelona gaudiniana, de diseño y europea, sino aquella hecha más bien de sus partes más oscuras o periféricas y poblada por personajes mestizos, marginales y olvidados.

 

Obsesiones, reiteraciones… Álex de la Iglesia dice: «No creo en el estilo, creo en la enfermedad». Estoy de acuerdo. No es algo buscado, uno escribe de lo que le ronda por la cabeza y el corazón, ¡ojalá pudiera escoger! Como con el idioma: ¡si pudiera escoger!


¿Por qué esa Barcelona tan palpitante pero invisibilizada, por qué esos personajes extranjeros y a la vez tan propios?


Sencillamente refleja una parte contundente y decisiva de mi vida pero también de mi experiencia literaria y cinematográfica. Toda mi familia vive en barrios humildes, delictivos, mestizos. En mi familia hay muertos por la droga, hay cárceles… Mi abuela paterna vivía en el carrer Unió del —entonces— Barrio Chino. Ahí se conocieron mis padres. Luego mi abuela se mudó a Baró de Víver, yo he vivido siempre en Nou Barris. No puedo escribir ni de aristócratas ni de oficinistas ni de científicos. No sé. Me he movido de fiesta siempre entre Las Ramblas y el Paralelo.


Vivencias que acaban siendo material literario.


Inevitablemente. Cuando era pequeño iba con mi padre y mi hermano por Las Ramblas (sería algo así como 1997 o 1998) y nos encontramos con unos policías de la secreta que reventaban el chiringuito a unos trileros… de ahí surge mi cortometraje Manos sucias. Y un poco antes, tal vez 1995 o 1996, iba con mi madre y mi hermano, también por Las Ramblas, y nos encontramos a Carmen de Mairena, en la cúspide de su carrera, sentada en una terraza firmando fotos (lástima que no la conservo), la acompañaba una chica, una especie de asistente o azafata, muy joven. De ahí surgen la Neus y Rosita en Rosita. En fin…


No se considera pues un escritor de oídas.

 

Todo lo que escribo parte siempre de historias que conozco de primera o, como mucho, segunda mano; aunque luego esas historias se reelaboren, sofistiquen y manipulen, claro, para dramatizarlas. Con 8 o 9 años estuve en una cárcel de mujeres para visitar a mi tía y mi primo. Otro tío robaba cosas que vendía en los Encantes. Si te crías escuchando estas historias es lógico que, de forma más consciente o subconsciente, lo acabes plasmando en tu trabajo. Uno no sabe lo que escribe hasta que lo lee.


Lo doméstico y lo callejero, lo moderno y lo clásico, el cine y el teatro ¿Es una ventaja tener esas dos miradas siempre presentes? ¿No producen, a veces, una entelequia?


No tengo problema con los opuestos, vivo de ellos, como un Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Igual que el año tiene cuatro estaciones yo tengo mis momentos cinematográficos y mis momentos literarios. Pero nunca tengo dudas: cuando lo primero que me viene a la cabeza es una imagen, es para cine; cuando lo que me viene son palabras, teatro. En ese sentido no tengo complejos. Mucha gente me ha insistido para que adapte Rosita al cine e intente venderla como una película. Pero me resulta imposible siquiera concebirlo. Cada historia requiere su formato, su tamaño del lienzo. Y tengo muy claro cuando una historia la quiero filmar y cuando la quiero escuchar sobre un escenario.


Sin embargo esos límites no son tan claros cuando hablamos de estilos o referentes culturales ¿verdad?


Como espectador no tengo más barrera que mi estado de ánimo o mi acceso al material (libros, teatro, cine, etc.) Nos hemos criado en un mundo donde las mal llamadas alta y baja cultura conviven sin discusiones pueriles; el acceso a la información es casi gratuito o muy asequible. En mi estantería —como en la de miles de personas— conviven Faulkner, Ibáñez, Capote, Wallace Stevens, Eloy de la Iglesia, Cassavettes, Fellini, John Waters, el Tenorio de Zorrilla, discos de David Bowie y Estopa... Supongo que esto proviene del consumismo hipnótico de la televisión de los ‘90 donde, haciendo zapping, te encontrabas con Crónicas Marcianas, Qué grande es el cine, Negro sobre blanco, Estudio 1, películas de Bud Spencer y Terence Hill, Doctor en Alaska... Como creador... ¿cómo va uno a escoger una sola cosa? Todo tiene su momento, el cuerpo te pide intensidad, conocimiento, frivolidad o evasión igual que te pide agua, comida, sueño o sexo, ¿por qué tendría que renunciar a alguna?


Se considera cineasta y dramaturgo, no es muy habitual, ¿cómo lo vive usted?


Con normalidad, estoy profundamente acostumbrado. No creo en las fronteras, aunque no las niego. Y se me ocurren muchos creadores que navegan entre esas dos aguas sin naufragar: Orson Welles, Elia Kazan, David Mamet, Woody Allen, Peter Handke, Ingmar Bergman, Fernando Fernán Gómez, Harold Pinter, Fernando Arrabal, Sam Shepard, Mankiewicz… La frontera entre cine y teatro existe y es evidente y decisiva. Pero tampoco es para tanto, la verdad. 


¿Cuándo supo que quería hacer lo que hace?


Parafraseando a Ray Liotta en Goodfellas: desde que tuve uso de razón quise ser director de cine. Pero estudiar cine era carísimo, inviable para la economía de mi familia. Mis padres y familiares siempre me han apoyado, incluso exageradamente, de eso no puedo quejarme. Pero no había dinero para ir a la escuela de cine y yo en ese entonces creía, ingenuo, que el cine debía estudiarse en una escuela. Me desencanté y me dije: «Mira, lo del cine es cosa de extraterrestres, tú eres de Nou Barris, tu padre es paleta y tu madre camarera de piso en un hotel… ¿cómo vas a dirigir una película?» En cambio, podía escribir relatos y poesía sin preocuparme de no ir a la Escuela de Poesía y Relatos… De los 14 a los 18 años fui, exclusivamente, un poeta. Y agoté todos mis recursos poéticos, como un Rimbaud de bajísima estofa. Por eso cuando tuve que escoger carrera escogí Filología Hispánica: era barata, la nota de corte era la mínima y me gustaba leer.


Y allí entró en contacto con el teatro.


El primerísimo primer día conocí a un compañero… y a los cinco minutos ya le había dicho que estaba interesado en apuntarme al grupo de teatro de la universidad (porque quería dirigir y escribir cine y pensaba que el teatro me serviría para hacer callo). El chico me contó que él quería ser actor. Fuimos inseparables durante años. Él es Rubén Pérez, actor de Els Joglars. Fue el protagonista de todos los cortometrajes que rodé en la universidad. Además él también escribía poesía, hacíamos teatro, viajábamos a París como unos parias… Así que me di cuenta de que no tenía que escoger: podía ser poeta, podía ser director de cine y podía ser dramaturgo, era sólo cuestión de organizarse. Y si eres suficientemente malo, puedes hacer más cosas. Esa libertad me alivió: ya existía Sunset Boulevard, ya existía Baudeleaire, ¡no hacía falta hacer nada brillante!


¿Fue allí donde empezó a escribir?


A los 16 años ya había escrito cuatro guiones de largometraje infumables que fueron mi auténtica escuela de escritura cinematográfica (bueno, al menos fueron un primer curso). Pero nunca me había atrevido con el teatro. En el Grup de Teatre de Filologia empecé como actor, luego adapté textos, poco después debuté como director de escena y luego ya como dramaturgo. Entre semana nos saltábamos las clases para ensayar teatro o hablar de literatura tomando cervezas y los findes rodábamos cortometrajes. No terminé la carrera de Filología, pero le estoy agradecido porque, realmente, fue una gran escuela. Aprendí mucho, pero casi nunca en horas de clase, sé que es un tópico pero no por ello deja de ser cierto.


¿Entonces fue la posibilidad de realizar cortometrajes en la Universidad la que le devolvió a los guiones?


Exacto. Yo escribía cortometrajes para rodar con mis compañeros, sin presupuesto ni permisos ni equipo. Yo, mi Sony Handycam y mis colegas delante de la cámara. ¿Y dónde rodábamos? Pues en la calle. ¿Y en qué calles? En las que conocíamos y teníamos cerca de la Universidad: las del Raval. Mi intención era rodar un largometraje tipo She's Gotta Have It (Spike Lee, 1986) o Pepi, Luci Bom y otras chicas del montón (Pedro Almodóvar, 1980), una primera película underground, de aficionados. Se llamó Mil diamantes y la rodé entre 2007 y 2009. Y ahí ya salen ladrones, timadores, atracos a joyerías, el Paralelo… Cinematográficamente nací durante el rodaje de Mil diamantes. Si ves mis cortometrajes Manos sucias y Un ladrón, no dejan de ser algo así como «spin-offs» de Mil diamantes.


Su ópera prima...


Pero rodaba sin equipo (ni sonido, ni luces ni nada…) editaba en casa con el Windows Movie Maker y, con suerte, lo subía a un incipiente YouTube. Pensaba: «Bueno, eso es todo, ¿ahora qué?» Y como me era imposible conseguir presupuesto ni tenía ningún contacto ni tampoco mucha idea… pues volvía con el teatro. Lo bueno del teatro es que —dependiendo de la propuesta, claro— tú escribes una cosa, cuatro amigos la escenifican, otros tantos la miran y ya está. Ya has completado toda una experiencia teatral. Para hacer cine… necesitas dinero. Bastante. Es frustrante.


¿Cómo era el grupo de filología de entonces?

 

Era un grupo muy reducido, dos o tres personas sí que tenían un interés real en profesionalizarse, pero mucha de la gente con la que coincidí allí ahora no se dedican a esto. Ese primer año en que ingresé querían hacer El burlador de Sevilla, de Tirso —bueno, atribuida a Tirso de Molina— y me tocó un papel secundario. Pero antes de ensayar hicimos ejercicios, improvisaciones, se hablaba de autores como Mihura, Pinter o Valle Inclán que fueron mi única y auténtica escuela de teatro, pero fue cosa de semanas, muy de «andar por casa» en el buen sentido.

 

Pero algo ocurrió al año siguiente.


Sí, unos cuantos incondicionales montamos La venganza de Don Mendo donde, para resarcirme, ya no tenía un papel secundario, sino tres; secundarios, pero tres. Fuimos a hacer unos bolos a Extremadura y en Badajoz actuamos en un bar con escenario. Tras la función se nos acercó un señor, un espectador, que preguntó «¿Sois universitarios?» Contestamos que sí. «¿Qué estudiáis?» La mayoría éramos de Filología Hispánica, a lo que él nos dijo: «Dejad la universidad y dedicaos a esto». Yo pensé: «¡Cuánta razón tiene este desconocido pacense que ha venido a un bar bastante feo a ver una versión del Don Mendo interpretada por estudiantes!». Si ese no era el momento de encontrar señales, ¿cuándo? (Ríe.)


Y no cayó en saco roto ese consejo.


Qué va, yo sólo necesitaba un empujón. Me daba igual si ese desconocido no había visto otra obra de teatro en su vida o si era el Sanchis Sinisterra de la poesía secreta (4), el hecho de que un espectador disfrutara tanto con nuestra obra me envalentonó. Y aunque sólo era un actor secundario sentí sus palabras como una llamada personal a la acción.


Alea iacta est.


En su prefacio de Música para camaleones Capote compara a los escritores con los jugadores: gente que apuesta a rojo o negro, que lo dan todo y que a veces no consiguen nada. A mí me pareció muy atractivo, mejor eso que apostar por el trabajo de ocho horas. Gracias a Capote y aquel señor pacense me decidí, aunque como dice el tópico: es una forma muy difícil de tener una vida fácil.


Decidió ir poco a poco.


Todavía me intimidaba el teatro, no me atrevía con obras de larga duración, así que para el siguiente año adapté y dirigí Maribel y la extraña familia. Como mi carrera en el cine no despegaba… pues volvía al teatro. Era como tener una excedencia: me buscaba la vida para rodar y, cuando no surgía, volvía a la seguridad y comodidad del teatro universitario. Hasta que eso también me cansó. Quería salir de ese ambiente, esa dinámica y pensaba que sólo podría hacerlo escribiendo algo mío. Y escribí Bambalinas Paral·lel (2011).

 

Bambalinas Paral·lel —el nombre de un local fictício en pleno Paralelo— fue su primera obra en sala alternativa y con actores profesionales.


Fue mi primer texto dramático largo y su escritura no fue nada fácil. Primero iba a ser la historia de unas cabareteras durante el franquismo… Pero no me terminaba de funcionar, lo sentía anacrónico. Durante el proceso de escritura se cumplieron los 30 años del golpe de estado de Tejero —algo bastante anacrónico en sí, si lo piensas— así que me dije: «Pues ya está, no son una cabareteras de la edad de oro del Paralelo, son anacrónicas… y se ambientará en la noche del 23-F». La estrené con mi compañía de teatro universitario, La Meridiana, en el festival MUTIS la primavera del 2011. Y tras una época oscura en mi vida personal y familiar, resurgí para reescribirla y reestrenar en diciembre de 2012 en la Sala Cincómonos. Decían que el mundo iba a acabarse en diciembre de 2012, ¿lo recuerdas? Yo estrené obra. (Ríe.) Debutar en un teatro céntrico con dos funciones por semana… para mí ya estaba, ya era el cielo.

 

El cielo, pero faltaba el cine.


En 2010 había asistido a un curso de cortometrajes impartido por Álex Lora donde pude rodar mi cortometraje Manos sucias y, gracias a Álex, conseguir una beca para el Curso de Desarrollo de Proyectos Cinematográficos Iberoamericanos de Casa de América con mi guión de largometraje (inédito) Perfidia. Durante meses viví en la Residencia de Estudiantes de Madrid, ese fue otro cielo.


La mítica Residencia de Estudiantes. Debió ser toda una experiencia.


Debo explicar que para mí primero está Luis Buñuel, luego el cine. Estar en la misma Residencia de Estudiantes donde Buñuel, Lorca, Dalí o Alberti vivieron a una edad muy parecida a la que yo tenía en aquel momento, y luego volver a Barcelona y tener una obra escrita y dirigida por mí en una sala céntrica era un clímax. Y como el mundo no se había acabado me dije: esto es lo que quiero hacer todos los días de mi vida.


Pero esta efervescencia duró poco, Perfidia no salió adelante y si bien es cierto que algún corto se iba concretando, los guiones a medio cocer se iban acumulando… justo cuando acontecieron una serie de problemas familiares que me obligaron a afrontar responsabilidades, lo que me apartó de la escritura durante un año y pico. Sin coquetería, siempre me quito —mentalmente— dos años. En mi carnet pone 32 pero considero que sólo tengo 30, porque hubo dos años de mi vida en los que ni escribí, ni rodé. Ese alejamiento, evidentemente, no fue voluntario, y no veía la hora de volver.


Entonces llegó Rosita.


Coincidió que dejé de trabajar en el Hospital Clínic cuando apareció una convocatoria de lecturas dramatizadas en La Casa del Llibre. Con esa meta (no quiero talento, quiero metas, decía Duke Ellington) terminé por fin Rosita, que llevaba en barbecho casi 3 años. Y eso lo cambió todo. Porque, tras aquella lectura, quise montar la obra, así que, con mucho esfuerzo pero también mucha alegría, montamos Rosita.


Ese mismo año estrené Besos fumados (adaptación de Bajarse al moro), rodé mi cortometraje Besos paralelos y conocí a las actrices Montse Barriga y Bea Murciano, con las que fundé Mamut Teatre y dirigí la obra Lorca en Lorca (Bea Murciano) en la Sala Porta 4. Fue un año intenso, como las primeras horas de un preso en día de permiso.


¿Qué nos plantea Rosita? ¿Por qué decide escribir sobre un personaje trans?


Esas cosas no se eligen, o al menos no es como funciona mi proceso. Además considero que no se me haría la misma pregunta si habláramos de otros de mis trabajos. No, no soy trans ni pertenezco al colectivo LGTBI+ como tampoco soy un representante de artistas sudamericano criado en la televisión española de los setenta, ni una cirujana londinense, ni una secretaria, ni un guitarrista, ni un policía… Pero por esos personajes no me preguntan tanto. Como escritor creo o doy forma a personajes, sin buscar con ello panfletos ni denuncias —que las hay, y en Rosita son evidentes pero no buscadas— no escribo sobre determinadas identidades o ambientes para halagarlos ni señalarlos: sencillamente hablo de lo que me interesa.


La transexualidad de Rosita es una decisión artística, entonces.

 

En Lorca eran todos, de Pepe Rubianes, el personaje de Lorca sentencia: «Mi gitanismo es un tema literario y un libro, nada más». Me gusta pensar así sobre la transexualidad de mi protagonista: un tema literario y un personaje, nada más. En el tarot, el arcano del Diablo tiene genitales femeninos y genitales masculinos, es un todo. En la obra Rosita se define a sí misma como lo que ahora (no era nada habitual en 2016) llamamos «no binario». La no definición, la no frontera, la libertad y plenitud absoluta me resultan ideas muy atractivas, muy potentes. Parafraseando a Flaubert: Rosita soy yo.


De hecho, la obra surge de una inquietud personal, la de que ni siquiera nuestro círculo más íntimo nos conoce íntimamente.


Estoy convencido de ello. Creo que la historia del cine y la literatura se han hartado de hablarnos de la incomunicación, que se ha agudizado en los últimos años por culpa de unas dinámicas sociales aislantes, individualistas. Sé que hay gente que me conoce mucho que no sabe cosas de mí muy básicas y viceversa. ¿Verdad que hay quien no le cuenta todo a su madre pero a la primera de cambio confiesa un hecho vergonzoso a un desconocido una noche de borrachera? Me fascina nuestra capacidad para guardar secretos a quien queremos y exhibirnos sin vergüenza ante desconocidos. Los realities son un ejemplo de ello, me encantan. Rosita no existiría sin Pirandello pero tampoco sin Gran Hermano.


Esos «seis personajes» que acuden a su funeral y que son las personas que más la conocen —precisamente ella les pide en su testamento que estén presentes— oscilan entre la necesidad de expresarse para ser y la de dejarse ver para sentir que existen.


Esa es la ironía de la obra. Pero esa ironía no nos es ajena. Siempre me ha costado mucho explicarme o hacerme entender oralmente: mi trayectoria de malentendidos es más frondosa que la de aciertos. Por eso me gusta escribir, porque escribir es reescribir. Y eso es lo mismo que hace Rosita con su pasado, con sus anécdotas, con los veredictos de sus actos: reescribirlos, desmentirlos o confirmarlos. Insisto: Rosita c’est moi.


Por eso la aclaración de Rosita dirigiéndose al público: «Casi todo lo que han dicho era mentira». ¿Lo dice con amargura?


Lo dice con resignación. No hay solución, estamos condenados a la incomprensión, a la sordera, a los malentendidos y los silencios. Hagas lo que hagas, escribas lo que escribas, luches por la causa que luches o denuncies lo que denuncies… te van a malinterpretar. Asúmelo y sigue caminando.


¿Qué color tienen sus próximos proyectos?


Estoy en el complejo proceso de post producción de mi cortometraje Un ladrón, y retocando dos guiones (La noche desnuda y Golpes) para enviar a concursos y productoras. En cuanto al teatro, lo mismo, en proceso de finalizar algunas piezas y demás textos que esperan una oportunidad. Ahora gran parte de mi tiempo lo dedico a mis alumnos del Club de Guionistas y el Taller de Guión Online. Con mi socia Claudia Garig y su productora Izza Film rodamos videobooks; todo esto lo hacemos como trabajo pero con una amplia vocación social: queremos dar oportunidad a que cualquiera, sea cual sea su extracción social, tenga acceso al cine o el teatro.

 

Para terminar, ¿el teatro también se lee?

 

¡Afortunadamente! Si no estuviera tan extendida la costumbre de publicar y leer teatro (incluso en el colegio) no sé cuándo ni cómo habría sido mi primer acercamiento al medio. Si hubiera tenido que convertirme en dramaturgo gracias a las obras infantiles a las que nos llevaba el colegio… En casa teníamos el Don Juan de Zorrilla (había más, claro) pero lo leí porque también la vi un día de difuntos en Estudio 1, una reposición. Y leí el texto y asocié para siempre que el teatro se ve y se lee. Y que al contrario de lo que ocurre con los guiones, los textos dramáticos se consideran literatura. No podemos ir al teatro todos los días (lo que hablábamos de oportunidad y asequibilidad) pero puedes leer todos los días. Esta es una batalla ganada y me alegro.


Mucho éxito, gracias por su tiempo.

 

Un placer.


Alberto Rizzo

18.2.2021

Un Ladrón - Timba de tahures, 2020, Foto de Christian Micó

Share by: