Alady (Carlos Saldaña Beut), el rey del music-hall; conocido también como 'el Ganso del Hongo'.
12_«FLAMERUNCIOS»
(Carles Saldanya Beut: Rialles, llàgrimes i «Vedettes». Memòries de «Alady». Barcelona, Editorial Bruguera, 1965. Págs. 116-119 i 240-241)

Los fracasos, en mi vida teatral, los he resistido sin nervios y he procurado esquivarlos con la mejor intención, con tal de evitar que las cosas, en lo que dependía de mí, no fuesen más allá. Algunos momentos de sobresalto los ha habido, claro, y también ha sido necesario superarlos.

Ahora: el fracaso más rotundo que he tenido como autor e interprete fue para mí la juerga más impresionante que recuerdo y me parece que nunca más me he reído tanto como aquel día en que el público enfurecido quería quemar el teatro y lincharme a mí.

Fue en Madrid, en el Teatro de La Latina. Hacía unos días que había regresado de Berlín, después de acabar la película. Me sentía eufórico y feliz, y me había tomado unos días de descanso.

El señor Espinosa vino a casa. Era el empresario de La Latina. Me dijo:

– Alady, usted que ha tenido tantos éxitos en mi casa, ¿por qué no vuelve y hacemos unos cuantos días? ¡Ya sabe usted cómo se le aprecia en el barrio, y a mí me me alegraría mucho si viniera!

– No tengo nada para presentar. Llego de Berlín y por culpa del cine ne he rehecho el repertorio... pero podría formar una pequeña companía de variedades y presentar un conjunto a base de sketchs y canciones...

– No tengo mucho dinero que exponer, amigo Alady –me dijo él–. Sólo podría llegar a darle ochocientas pesetas diarias por todo el espectáculo.

– Bien, de acuerdo.

– ¿Y cómo anunciaremos estas variedades que nos presentarà?

– Mire, como es una cosa ligera y de broma, póngale Flameruncios.

Flameruncios? Pero esto es un camelo!

– Claro que sí, es un camelo, porque un espectáculo de variedades sin ilación ya es un poco camelo. Así llamará la atención.

El se fue muy satisfecho y yo llamé por teléfono a unos cuantos artistas sin trabajo del Café Colonial y sin pensármelo mucho armé unja diversión para unos cuantos días.

Hasta aquí todo y bien y con normalidad. Pero un par de días antes, Espinosa lanzó a la calle, sin mi permiso, unos carteles muy coloridos anunciando: «Estreno en España de Flameruncios».

¡Fue una bomba! Las entradas se vendían tan rápidamente que cuando fue al ensayo, me quedé de piedra al ver una cola que daba la vuelta a la travesía. Asustado, fue a la empresa:

– ¿Cómo es que ha anunciado que presentaré com si fuese un gran estreno? ¡El público se verá engañado y habrá una catástrofe!

Espinosa dijo:

– Yo ya he cumplido como empresario. Ahora cumpla usted como artista.

Me encontré, pues, en un embrollo de mil demonios. ¡Anunciado excesivamente y con los artistas contratados y con un espectáculo que contando mi dieta llegaba ochocientas pesetas, con decorados y todo!

Primero me puse a temblar. Pero después, me hice cargo del chaparrón que se acercaba y con los nervios templados, a la espera de lo que pasaría, me lancé de cabeza, ya que no podía echarme atrás.

LLegó la hora fatal. Miré por el agujero del telón. El teatro de La Latina estaba lleno hasta los topes. Los autores más viejos y los más modernos llenaban las butacas, al  lado de los críticos y los fotógrafos. ¿Que debían de esperar-se que fuese Flameruncios?

Fui a ver las caras de pocas bromas de mis amigos, vi al empresario fumándose un puro... Vi el decorado pobre y a los pobres artistas que iban a enfrentarse con aquel público, y adiviné por adelantado todo lo que pasaría. Desde luego, no era preciso ser adivino para verlo todo.

– Aquí habrá un follón –dije.

¡Y lo hubo, claro que sí! ¡Pero mira tú cómo son las cosas! Como me encontraba con los nervios tranquilos porque lo que pasaba no me sorprendía ni poco ni mucho, me dio por reírme de todo lo que tenía gracia. Porque con los gritos del público todo el mundo pierde los estribos, y esto, visto con calma, hace reír de verdad. Y ante aquella catástrofe yo estaba tan tranquilo.

Al primer pateo dedicado al cantante, yo me revolcaba de la risa, porque a éste, aturullado, se le caían los pantalones. Las muchachas, viéndose silbadas en su número de baile, se confundían y cuando una daba una vuelta a la derecha, otra la daba a la izquierda... En el primer sketch que hice, la actriz, asustada, hablaba en camelo y el apuntador, en vez de apuntar, miraba lo que hacíamos en escena, muy interesado por ver cómo acabaria aquello...

El pateo era cada vez más sonoro. Había un número de cabezudos en el que los artistas llevaban una gran cabeza de cartón sobre sus hombros. Como habían traído las cabezas al teatro en el mismo momento en que el número tenía que empezar, los artistas se los pusieron deprisa y corriendo. Pero una vez puestos se dieron cuenta de que no tenían hechos los agujeros para respirar. La música acababa el preludio del número, se lanzaron a escena y aquello fue para morirse. Las voces de los artistas no se oían: lo único que se oían eran toses y más toses. Se confundían y se daban cabezazos los unos contra los otros, porque tampoco veían por dónde iban. Hice bajar rápidamente el telón para evitar que alguno cayese al foso de la orquesta.

García Álvarez, que en el teatro y que me apreciaba sinceramente, entró en el escenario para animarme. Y se quedo perplejo viéndome reventar de risa.

– ¿Ha visto, señor García Álvarez cómo se han enfadado por esta tontería que hacemos? 

García Álvarez, viéndome sin nervios, me aconsejó:

– Gánatelos por la mano usando tu repertorio. Acorta la parte de estos cómicos a sal tú a dar la cara. Cuando les salgas con alguna de las tuyas ya estás salvado...

– Ahora lo haré.

– ¡Adelante!

Salí a escena.

– Señores –les dije-: Creo que se han tomado demasiado en serio este pasatiempo a precios muy módicos. Entre toda la compañía ganamos ochocientas pesetas, con el alquiler de la ropa y con el decorado y todo. ¡Ya pueden hacerse cargo...!

Hubo un silencio. Un tipo con barba blanca que chillaba mucho y pateaba como una fiera, gritó:

– ¡Esto es muy malo!

Continué:

– Los sketchs que he presentado no son todos míos. Ése que acaban de silbar es de un señor de barba blanca que se encuentra entre el público; lo he tenido que poner en escena por pura recomendación.

El público se fijó en aquel tipo que gritaba tanto. Creyó que era el autor aludido y fue de un pelo que no lo sacara de la sala. Yo reía por dentro como un bendito, porque aquello no era verdad, pero era mi venganza por su pitada.

Le expliqué aquella trastada a García Álvarez y se partía de la risa.

Vino el empresario:

– ¡Me quemarán el teatro, y no tengo otro!

– Se lo merece porque ha anunciado tanto.

Volví a salir a escena:

– Querido público, el empresario ha venido asustado a decirme que quieren ustedes quemarle el teatro. ¡No lo hagan, que no tiene otro! 

Una mujer muy guapa que estaba en la general gritó:

– ¡A ti habría que matarte, a ti!

– Gracias. Respetado público, ¿no les parece que ya está bien? Y esto tratándose sólo de un conjunto de sencillas variedades. ¡Señores, que no sea dicho! ¡Que estamos en Madrid!

«Ahora es cuando me matan», pensé. Pero no, el público reaccionó con una rapidez extraordinaria; de agresivo pasó a amable.

Una voz imperiosa y simpática:

– ¡Tiene razón este hombre, no hay para tanto! ¡No hemos venido a ver el Parsífal a cinco pesetas la butaca!

Este fue aplaudido por los de la platea, que decían: «¡Tiene razón, tiene razón! ¡Es verdad!»

Otra voz gritó:

– Explícanos chistes tuyos, Alady!

– ¡Ahora me pongo a ello! –contesté.

Me metí dentro, hice un cambio de programa rápido y lo dejé todo a base de canciones y chistes. El público continuó en el teatro divirtiéndose de lo lindo.

Aquel alboroto fue comentado por todos los diarios. Eso le dio interés al espectáculo y, por la curiosidad de ver qué era Flameruncios, el teatro de La Latina continuó llenándose un mes y medio.
Claca (de origen onomatopéyico.) f. En un local teatral, grupo de público pagado para aplaudir.
CUANDO LA GENTE SE CANSA DEL ÍDOLO

Allá por el 1950, un tonadillero español se puso de moda. Era un chaval de buena presencia, buen artista y muy simpático. Las «cinches de fábrica», como llamaban los chavas a las chicas que trabajaban en las duras tareas de los grandes talleres, estaban locas por el. Sus canciones se hacían populares enseguida y los cines de barriada donde trabajaban se llenaban hasta los topes.

Era el cupletisto que estaba de moda y que haría el corazón de las niñas de catorce a veintiún años. Ellas se mataban por tener un autógrafo suyo... o sólo una foto. Cuando acababa de actuar en un lugar, ya lo esperaban en la calle y aquello era una auténtica manifestación.

Cualquier hombre se habría sentido bienaventurado de verse rodeado de aquella aglomeración de hermosas muchachas... ¡Pero él se sentía asqueado de aquel éxito femenino! ¡No le gustaba en absoluto! Demostraba de todas todas que tanta admiración femenina no era de su agrado.

Coincidí una temporada con él en un mismo espectáculo. Cuando yo veía el trastorno que causaba entre las mujeres, me partía de la rica pensando cómo estaban de equivocadas. Però ellas lo perseguían como locas. Cuando acabábamos la actuación, decía:

– ¡Ay, qué asco! ¡Ya están las tías locas esperándome!

Se ponía unas gafas negras y salía desesperado a la calle. Y allí lo arrugaban entre todas hasta dejarlo medio desnudo.

Una tarde,  cuando yo estaba en la pasarela, vi venir a una chavala bien plantada, que debía de tener unos dieciocho años. Se acercó adonde yo estaba, y me suplicó que la subiese al escenario. Yo ,e negué, pero ella de un salto subió a las tablas y corriendo se metió dentro del escenario y se fue derecha a la habitación del cupletero.

Este, en aquel momento, se maquillaba, embutido en una bata rosa con un cinturoncito azul:

– ¿Quién es?

– ¡Soy una admiradora que viene a decirle que yo por usted no necesito baños de sol, porque usted ya me tiene torrada!

El artista, atemorizado, salió de camerino gritando:

– ¡Socorro! ¡Una loca! ¡Una loca!...

El segundo apuntador y los tramoyistas la echaron del escenario. Yo le dije:

– No hay para tanto, vaya escándalo... Además, la chica no estaba tan mal...

– ¡Que no estaba mal? ¿No te has fijado que no llevaba ni un miserable anillo? ¡Mujer y pobre! ¡No lo aguanto!

Afuera, un grupo de muchachas esperaban a que saliese aquel ídolo que también las tenía a todas «torraditas».

Años más tarde, aquella locura ya había pasado. Ya nadie lo esperaba a la puerta. Silencio en la calle y tranquilidad en los escenarios.

– ¡Suerte que ya no me atosigan las mujeres! –decía viendo que nadie lo esperaba.

Pero no lo decía de corazón. Lo decía apenado, porque el éxito tiene esto: cuanto más ruido hay en los comienzos, más silencioso se vuelve al final.

15/05/2020

... Y si nos hicierais caso, clicaríais sobre la imagen...

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