Sicilia: excepto el alma
Empiezas pidiendo buenaventura a un olivo añoso como el mundo y acabas hincado y modesto, igual que ese boss entrevisto como en una escena de penitencia clásica, ante el altar lateral de una de las iglesias barrocas de la isla, tantas como huellas, balas, romances, engaños...
Estoy enamorado de la corrosión de Sicilia, de la vejez, de la efímera intimidad de la pintura ajada por el salitre. Esta es una crónica de tres semanas como errante, intentando no ser turista apostólico —esos zombis ridículos que no saben rezar el Padre Nuestro en un altar—.
Tres cámaras me acompañaron: de juguete, plásticas (dos Holga, de 120 y 135 milímetros, y una Pouva Start, el ojo de los niños de la República Democrática Alemana). Obvié la munición de silicio y no añoré la precisión de metralla de las digitales, dignas de mafiosos. Pesan demasiado, además, para mis manos cansadas.
Regresaría mañana, con o sin cámaras. En Sicilia todo es peso sobrante excepto el alma.
Jose Ángel González Balsa