Ya hace tiempo que Sarah Kane ha hecho un hueco en las carteleras de nuestra casa y ahora podemos ver en la sala Atrium su cuarta obra: Ansia (Crave). La dramaturga británica fue abandonando aquel estilo in-yer-face de la década de principio de los 90 que pretendía sacudir al público para firmar unas obras mucho más líricas y cercanas a la poesía de TS Eliot sin una narrativa clásica que las sostenga. Cuando entramos en la sala vemos que el espacio escénico es austero. Unos círculos blancos pintados en el suelo donde caben los pies de una persona con una palabra escrita en hebreo atraen y retienen a los actores como si se tratara de una especie de ritual primigenio. El actor sólo abandonará el círculo para hablar por un micrófono y dirigirse directamente al público. En el centro de la escena una voz no escrita por Sarah Kane. Un violinista aparentemente encargado de generar el espacio sonoro de la pieza en directo gracias a diferentes pedales de efectos y loops que se convierte en un quinto actor dialogando, comentando y subrayando lo que van diciendo sus compañeros de escena. Esta figura es una propuesta más arriesgada de lo que parece en un primer momento. Y, a pesar del talento del Alvar Llusá-Damiani, creo que no acaba de funcionar. En algunos puntos de la obra resta fuerza a la palabra o incluso distrae nuestra atención. El texto es tan inmersivo y el ritmo de los actores tan feroz que no necesita nada más que lo "enmascare". En cambio, tengo que decir que brilla cuando se encarga de hacer una especie de cojín sonoro donde reposan réplicas y pensamientos. El vestuario de las actrices y los actores también resulta confuso. No es un vestuario obvio: ropa fuerza extremada y un punto kitsch confieren mucha personalidad a unas voces que en ningún momento son más que eso. Y soy consciente de que no es necesario ir al radicalismo del NOT I, de Beckett, pero la elección hecha por la misma directora sugiere relaciones, pasados, potencialidades individuales y colectivas que por el tipo de texto y puesta en escena ya intuimos que no se resolverán nunca. Una capa de significación más que acaba de concretarse. La propuesta de la Cía. Salamandra consigue sacudirnos a niveles físicos y sensoriales gracias a un in crescendo final donde la directora pone en marcha todos, y cuando digo todos quiero decir todos, los pocos recursos escénicos que tiene el fin de conseguirlo. Rompe la cuarta pared haciendo un monólogo a público, juega con la iluminación, la máquina de humo, el violín y sobre todo con los actores que si durante 25 minutos habían mantenido una distancia entre emoción y texto terminan volcados en una auténtica ansia interpretativa. Por lo tanto, salimos de la sala con un buen sabor de boca al haber podido disfrutar de una muy buena traducción del texto de Kane y de una manera de interpretarlo más que correcto. La polifonía escénica y el ritmo frenético hacen que las cuatro voces entrelacen y creen un universo lleno de miedos, deseos y horrores que nos atrapan como una telaraña. Se agradece que Loredana Volpe haya querido añadir su personalidad como directora sin perder la confianza con el texto cada vez más vigente. Lástima que no todas las ideas sumen de la misma manera. A menudo menos acaba siendo más.