Cuando, al salir de del teatro o del cine, nos preguntamos sobre el tema de lo que acabamos de ver, en general no somos capaces de dar una respuesta nítida a partir de la serie de impresiones que retenemos en la memoria y que sólo nos permiten vislumbrar de forma bastante nebulosa el sentido general de la obra teatral o la película que hemos visto. De hecho, a la hora de interpretar cualquier pieza, entra en consideración una cantidad muy importante de aspectos entre los cuales, también, algunos que son absolutamente personales, como son los propios gustos e intereses, que en definitiva son los que conforman la base de nuestra vivencia íntima de la cultura
(1). Esta nebulosa, que mezcla una cantidad muy importante de información almacenada en la memoria –en un proceso intensamente emocional que es justo la esencia de la recepción–, se sitúa en las antípodas de la mirada estructural que reclama el análisis dramatúrgico en el momento en el que nos encontramos.
En el caso del espectador normal, la reducción de la nebulosa de sentido a los aspectos conceptuales aparece con el paso de los días, a medida que se borran los detalles y surgen de forma cada vez más clara las ideas que nos parecen rectoras de la pieza: los personajes se convierten en ideas, los conflictos se cargan de sentido, los espacios y los paisajes conforman metáforas, retenemos fragmentos de diálogos y aparecen instantes que de pronto consideramos poderosamente significativos (y emocionales). Pero no nos podemos engañar, porque esta reducción conceptual no ha hecho más que amalgamar en el cerebro del espectador normal lo que le proponía la obra de teatro o la película pero también su propia vivencia personal.
El análisis dramatúrgico, desgraciadamente, está muy lejos de esta forma de aproximación (personal, vivencial, subjetiva) a una pieza teatral o una película. Está mucho menos cargada de poesía, de emociones, de sentido, de trascendencia... y, de hecho, está más cerca del lenguaje forense, de la geometría o de las matemáticas. Es desde esta certeza de necesaria objetividad como, en un análisis dramatúrgico, debemos abordar la estructura de subtemas.
Nos pondremos, pues, las gafas del pensamiento objetivo (que ya sabemos que es un imposible), para tratar de definirla.
La estructura de subtemas es el desarrollo del tema (Ta) que se hace en forma de sistema cerrado y con el que se corresponden todos los elementos de los dos nivel inmediatamente inferiores:
I. Las estructuras de personajes y de espacios (P - E )
II. La secuencia de los conflictos en el tiempo (C - T)
El argumento (A) surge precisamente de la combinación de estos cuatro elementos: personajes-conflictos-espacios-tiempo (2).
De hecho, la mejor manera de establecer el primer gran desarrollo de la estructura de subtemas, es a partir del eje de coordenadas formado por los elementos que conformarán las tres grandes estructuras de subtemas:
ST1. Formada por el conjunto de los personajes
ST2. Formada por la sucesión de los espacios
ST3. Formada por la cadena de conflictos
En todo caso, lo que es importante tener claro es que, por un lado, los personajes (P) conforman un sistema cerrado de elementos articulados en un todo conceptual bajo la idea rectora del tema general (Ta ). Cada personaje encarna algún aspecto relevante del tema que se intenta desplegar y conforma, por tanto, esta estructura de subtemas de que hablamos (ST1).
Por otra parte, cada espacio (E) –y también la sucesión de los espacios a través de los cuales se desarrolla la obra– carga algún aspecto del tema (Ta) y viene a conformar, por tanto, una segunda estructura de subtemas (ST2 ). Hay que tener en cuenta que aunque toda una pieza transcurra en un espacio único, este espacio se modifica secuencia a secuencia por los acontecimientos que se producen en él. Es decir, un espacio no es lo mismo antes que después de producirse en él un asesinato: la acción de la muerte que ha tenido lugar allí, recalifica el espacio, lo carga de nuevos valores y lo transforma conceptualmente.
En último lugar, la interacción (simbolizado en el esquema por las líneas rojas) entre el conjunto de los personajes (ST1) en la serie de los espacios donde las acciones se producen (ST2) genera una cadena de situaciones que, por su parte, desarrollan el tema (Ta) en una serie de conflictos (C) ordenada en el tiempo (T) que constituye la tercera estructura de subtemas (ST3).
En todo caso, es muy importante que retengamos la idea de que cada uno de estos elementos (personajes-espacios-conflictos) carga un subtema y que la interacción entre todos estos subtemas perfectamente ordenados en la línea temporal termina construyendo una proposición de estructura compleja que contrapone término a término la argumentación y el argumento.
Esta forma de plantear las estructuras de subtemas –que puede parecer inicialmente complicada– resulta transparente cuando se aplica a una obra concreta. En Macbeth, por ejemplo, es evidente la transfiguración que sufre el personaje –y el colectivo de personajes que lo rodea– desde su primera aparición como héroe vencedor ante una rebelión ilegítima.
Secuencia a secuencia, Macbeth sufre un progresivo descenso hacia el mal absoluto que arrastra a todos los personajes que lo rodean hasta que, del seno mismo del caos, emergen progresivamente las fuerzas opuestas que comienzan a restaurar el orden.
Desde el punto de vista conceptual, Macbeth representa la ilegitimidad en la forma de alcanzar el poder y, por más que trate de revestirse de legitimidad eliminando a todos aquéllos que le hacen sentir su abyecta condición, sólo conseguirá mancharse cada vez más con la sangre de personajes cada vez más inocentes (Lady Macduff, su hijo).
Shakespeare pauta este descenso hacia el mismo corazón de las tinieblas en una sucesión de situaciones temáticas que argumentan de forma absolutamente clara sobre la certeza shakespeareana (expresada una y otra vez en la mayoría de sus tragedias históricas) de que el mal tiende a aniquilarse a sí mismo en un proceso que, hundiéndose en el caos, desemboca inevitablemente en el orden.
Por otra parte, los espacios puntúan las acciones, pero es interesante ver cómo la sala del trono, el castillo de Macbeth, se transforma con cada nueva mancha de sangre. Cómo los conflictos nos llevan desde un buen rey, Duncan, a un usurpador, cuyo reinado se hunde en una ignominia que sólo se desvanece con el regreso de Malcolm, el hijo del rey Duncan, y de Macduff, un vengador legítimo para asumir la ejecución de Macbeth.
Pero aún estamos lejos de poder abordar un análisis de subtemas en su integridad. Nos falta profundizar, precisamente, en los conceptos mismos de personaje, conflicto, espacio, tiempo, que es lo que haremos en las próximas entradas.
Pablo Ley