Empiezo esta serie de artículos con la cita de George Steiner, primero y ante todo, porque me encanta y, después, porque recoge de forma muy clara y concisa lo que es nuestra actividad más habitual en la naturaleza. Somos lectores. Y aún se podría añadir que somos lectores impulsivos, perentorios. La eficacia de nuestra capacidad lectora determinará nuestra supervivencia. Un mal lector (lo dice Steiner, yo sólo añado la sonrisa maliciosa) está condenado a morir.
Pero aquí viene la pregunta seguramente más relevante. ¿Qué significa leer bien? O, incluso, ¿qué significa leer mal? Lo que está claro del párrafo que he citado al principio de George Steiner es que la avalancha de signos y señales que nos rodea es imprevisible e incontrolable. Siempre hay demasiados signos de los cuales podemos extraer un sinfín de informaciones relevantes a diferentes niveles, algunas de las cuales son más urgentes que otras. Ser capaz de articular el orden en la urgencia de cada uno de los signos que recibimos es la principal cualidad que debemos desarrollar si queremos sobrevivir en el mundo.
Y aquí tengo que dar una pequeña vuelta para acabar llegando a donde quiero llegar.
De hecho, tengo que dar un salto atrás en el tiempo para volver a los años 80, a un libro que hoy es un clásico, con una metodología seguramente desfasada, pero que para mí, que por primera vez y de forma casi casual me enfrentaba a la lectura de un libro sobre el cerebro, fue infinitamente revelador. El libro era El cerebro en acción, del neurocientífico ruso A. R. Luria (1), de lectura nada fácil pero en la que la dificultad resultó recompensada por un alud de ideas inimaginables poco antes. De este alud de ideas recojo ahora algunos de los fragmentos que, a lo largo de los años, han orientado mi mirada de dramaturgo y mi investigación creativa.
Pero empecemos hablando de la conciencia. Demasiado a menudo somos muy poco precisos a la hora de definir el estado de conciencia y nos instalamos en una especie de idea en la que la conciencia sencillamente se opone a la no conciencia, como si se tratara de una bombilla accionada por un interruptor en la que la conciencia sería la luz y la no conciencia la ausencia de luz. Por el contrario, la compleja realidad de la conciencia parece subdividirse en un sinfín de estados y de procesos –muchos de los cuales se activan y funcionan en paralelo– la coordinación de los cuales nos permite actuar sencillamente de la manera como lo hacíamos originariamente en la naturaleza y actualmente en sociedad. No se trata pues –siguiendo con la metáfora de la bombilla–, de si la bombilla puede ser regulada en un amplio abanico de intensidades, sino de que hay una gran variedad de bombillas todas ellas encendidas simultáneamente con diferentes grados de intensidad. La conciencia y la no conciencia se pueden definir pues como una única diversidad de estados en constante transición.
Pero dejemos que sea Luria quien nos explique como se encienden las bombillas de la conciencia:
«El sistema nervioso, como sabemos, muestra siempre un cierto tono de actividad, y el mantenimiento de este tono es una característica esencial de toda actividad biológica. Sin embargo, existen situaciones en que este tono ordinario es insuficiente y debe ser elevado. Estas situaciones son las fuentes primarias de activación.» (Pág. 52)
Esta activación del sistema nervioso se produce, explica Luria, a partir de tres fuentes principales:
«La primera de estas fuentes es los procesos metabólicos del organismo o, como se les llama a veces, su “economía interna”.» (Pàg. 53)
Haciendo un aparte, vale la pena recordar aquí que esta primera fuente de activación de la conciencia, que incluye procesos metabólicos internos y sistemas de conducta instintiva, como lo son el sexual o el que se activa debido a la alimentación, puede resultar altamente intrusiva cuando nuestra conciencia divaga movida por fuentes de activación menos intensas como las de carácter cultural. En otras palabras, un creador escénico debe tener inevitablemente en cuenta necesidades orgánicas elementales como la sed, el hambre o la necesidad de orinar. Y también debe saber aprovechar como elemento de activación del interés del espectador impulsos elementales como el sexo y la violencia. En todo caso, nos interesa más la segunda fuente de activación de la conciencia:
«La segunda fuente de activación es de origen completamente diferente. Está conectada con la llegada de estímulos del mundo exterior del cuerpo y conduce a la producción de formas completamente diferentes de activación, manifestadas como un reflejo de orientación.
»El hombre vive en un mundo constantemente facilitador de información y la necesidad de esta información es a veces tan grande como la necesidad del metabolismo orgánico. Si una persona es privada de su constante flujo de información, como sucede en raros casos de exclusión de todos los órganos receptores, cae dormida y sólo puede ser reactivada por un suministro constante de información. Una persona normal tolera con gran dificultad el contacto restringido con el mundo exterior, y [...], si se sitúa a un número de sujetos bajo condiciones de severa limitación del flujo de información, su estado se hace intolerable y su producen alucinaciones que, hasta un cierto grado, pueden compensar este flujo limitado de información.
»[…] El hombre vive en un entorno que cambia constantemente, y estos cambios, que a veces no son esperados por el individuo, requieren un nivel de alerta un tanto incrementado. Esta alerta incrementada debe acompañar a todo cambio de las condiciones ambientales, a toda aparición de un cambio imprevisto (y, a veces, incluso previsto) en dichas condiciones. Debe tomar la forma de movilización del organismo para encontrarse con posibles sorpresas, y, a este respecto, que está en la base de tal tipo de actividad, al que Pavlov llamó reflejo de orientación, el cual, aunque no necesariamente relacionado con las formas biológicas primarias de los procesos instintivos (alimentación, sexual, etc.), es una importante forma de activación investigadora.
»[…] Cada respuesta a una situación nueva requiere, en principio, y primordialmente, la comparación de los nuevos estímulos con el sistema de los estímulos antiguos, previamente encontrados. Una sola comparación de este tipo puede demostrar si un estímulo dado es nuevo en efecto y si debe dar lugar a un reflejo orientativo, o bien si es antiguo y su aparición no requiere una movilización especial del organismo.
»Éste es el único tipo de mecanismo que puede permitir procesos de “habituación” de forma que unos estímulos repetidamente presentados pierdan su novedad, y la movilización especial del organismo cuando aparecen no es necesariamente de larga duración. En otras palabras, éste es el vehículo por el cual el mecanismo del reflejo orientador está estrechamente unido a los mecanismos de la memoria, y por mediación de este vínculo entre los dos procesos, la comparación de estímulos, una de las condiciones esenciales de este tipo de activación, viene a ser posible.» (Págs. 53-56)
Como creador me interesa extraordinariamente lo que Luria dice sobre la ausencia de estímulos en el caso de una persona privada del constante flujo de información que llega del exterior. Me interesa sobre todo por la conexión de esta circunstancia con algunas de las hipótesis que especulan sobre el origen de la religión entre el hombre de las cavernas que estaría ligado a esta ausencia total de estímulos exteriores en el interior de los profundos sistemas de cuevas donde se encuentran las pinturas rupestres capaz de generar alucinaciones, como por otra parte, las generan muchas drogas empleadas de forma ritual (2). La caverna es, en gran medida, el lugar donde se verifica el hecho teatral. El suministro (o no) de estímulos, la capacidad de generar estados (casi) alucinógenos, es el arte de la dramaturgia.
Por otra parte, es obvio que la sociedad actual vive en un estado de continua adicción a la información, pero es posible que estemos en uno de los extremos de ese movimiento pendular que, en el aspecto formal, ya preconizaba Heinrich Wölfflin cuando planteaba la oscilación entre la la esencialidad clásica y el recargamiento barroco, que puede precisamente explicarse tanto por esta necesidad constantemente incrementada de información y estímulos como por el efecto opuesto de habituación a los estímulos que hace que, al final , resulten inefectivos y nos conduzcan a una necesidad urgente de información y estímulos esenciales.
En términos propiamente escénicos, la desactivación por habituación de la respuesta ante un estímulo explica por qué la energía escénica, si se prolonga más allá de unos pocos minutos, acaba perdiendo su potencial activador por más intenso que sea el estímulo que la haya desencadenado. El hábil uso combinado de los efectos de activación y de habituación por parte de Shakespeare permite explicar la eficacia de la mayoría de los cambios energético-emocionales en sus textos.
Pero, en cualquier caso, y por la cuestión que me ocupa en este artículo, el principal motivo de interés en estas líneas se encuentra en el concepto pavloviano de "reflejo de orientación" que se produciría siempre que la atención es atraída por un estímulo intenso y significativo y provocaría cambios físicos relevantes –como girar la cabeza y los ojos u orientar los oídos– y la excitación del sistema nervioso autónomo que activa y desactiva nuestras respuestas de ataque o huida.
Lo que me interesa es que el reflejo de orientación responde siempre a un interrogante. ¿Qué es esto que me ha llamado la atención? Hay una cosa concreta, que percibimos como un posible peligro o un motivo de atracción, que incrementa la actividad de nuestra conciencia. Averiguada la importancia de esta "cosa concreta" (como consecuencia de la actividad investigadora de que habla Luria) el estado de alerta de la conciencia puede desactivarse porque pierde el interés, o se mantiene el estado de alerta hasta que se llega a una solución satisfactoria que desactiva el estado de alerta. Esta "cosa concreta" es, en principio, lo que está en el origen de la idea del tema o del principio de coherencia.
Pero sigamos con Luria y con la tercera fuente de activación de la conciencia, culturalmente la más interesante y la que tiene más implicaciones en el trabajo del dramaturgo:
»Queda ahora por examinar […] la tercera y quizá la más interesante fuente de activación [...]. Los procesos metabólicos o un flujo directo de información que evoquen un reflejo orientador no son las únicas fuentes de actividad humana. Una gran parte de la actividad humana se evoca por intenciones y planes, por proyectos y programas que se forman durante la vida consciente del hombre, que son sociales en su motivación y que se efectúan con la íntima participación, inicialmente externa, y más adelante interna, del lenguaje. Cada intención formulada en el lenguaje define una cierta meta y evoca un programa de acción conducente a la consecución de una meta. Cada vez que la meta es alcanzada, la actividad se detiene, pero cada vez que no es alcanzada, conduce a una mayor movilización de los esfuerzos.« (Pág. 56)
Hay que decir que cuando Luria se refiere en este caso al lenguaje se refiere exclusivamente al habla, con exclusión de los otros códigos mediante los cuales se produce la comunicación humana. Cualquier elemento de comunicación, como comprobamos constantemente en el escenario (objetos, luces, músicas, acciones, colores ...) "define –como dice Luria– una meta y evoca un programa de acción que conduce a la consecución de una meta".
Y es aquí donde llego el corazón de la cuestión. Cuando planteo que todo texto –de hecho todo espectáculo, al margen de si se origina en un texto o no– se articula en torno a una idea central, en realidad planteo algo muy similar a lo que plantea Luria cuando habla de intención, meta o programa de acción. En cierto sentido, un texto implica una intención, aspira a lograr una meta y articula un complejo programa de acción (que se puede identificar perfectamente con la estructura de subtemas que se deriva del desarrollo del tema).
Para Luria, la cultura se manifiesta a través de una serie de signos externos –que evidentemente van más allá de la habla– que, siguiendo la lógica de los párrafos anteriores, supondría un complejo programa de acción, esta vez de carácter social. Con sus palabras:
»[…] las formas elevadas de actividad consciente están basadas en ciertos mecanismos externos (buenos ejemplos son el nudo que hacemos en nuestro pañuelo para recordar algo importante, una combinación de letras que escribimos para no olvidar una idea, o una tabla de multiplicar que usamos para operaciones aritméticas), queda perfectamente claro que estos dispositivos externos o artificiales formados históricamente son elementos esenciales en el establecimiento de conexiones funcionales entre partes individuales del cerebro, y que, gracias a su ayuda, áreas del cerebro que eran antes independientes se vuelven componentes de un sistema funcional único. Esto puede expresarse más vívidamente diciendo que las medidas formadas históricamente para la organización del comportamiento humano atan nuevos nudos en la actividad del cerebro humano, y es esta presencia de nudos funcionales [...], lo que constituye una de las características más importantes que distinguen la organización funcional del cerebro humano de la del cerebro animal. Este principio de construcción de sistemas funcionales en el cerebro humano es lo que Vygotski (1960) llamó el principio de “la organización extracortical de las funciones mentales complejas”, implicando mediante esta expresión un tanto rebuscada que todos los tipos de actividad humana consciente se forman siempre con la asistencia de instrumentos auxiliares o dispositivos externos.« (Pág. 31)
Imagino que la neurociencia actual, con unas técnicas de investigación científicamente mucho más avanzadas y tratando de reflejar un mundo en el que la avalancha de información que se vive en las metrópolis modernas es desmesurado, ha afinado mucho más en la aproximación a los aspectos que Luria trata en este último párrafo. Pero lo que me interesó cuando por primera vez lo leí en los años 80 es que Luria conectaba el cerebro y el los elementos de la cultura que nos rodean como un todo único y, en realidad, inseparable. Si la explicación hubiera sido más elaborada quizás no habría captado plenamente el sentido de esta externalización del cerebro que, en realidad, supone la cultura. Es decir, cada uno de los elementos concretos de la cultura contribuyen a articular nuestra comprensión y uso del mundo actual.
[No sé hasta qué punto podemos considerar este recurso exclusivamente humano, en la medida en que son muchos los animales que, por ejemplo, marcan el territorio (con orina como los perros u otras señales y utilizan estos "dispositivos externos" para "crear nuevos nudos en la actividad del cerebro ".]
Pero la evidencia del tema o del principio de coherencia tiene en el libro de Luria una explicación que hace que sea mucho más evidente y dramatúrgicamente útil y lo hace por medio de un cuadro.
Luria utiliza el cuadro de Iliá Repin La visita inesperada
para confrontar el movimiento ocular de pacientes con lesiones que implican los lóbulos frontales con el movimiento ocular de personas sin ninguna lesión. Lo que interesa a Luria es la incapacidad de trazar un recorrido coherente de la mirada sobre la superficie del cuadro para captar los rasgos definitorios que respondan a determinadas preguntas. De hecho, ante las instrucciones de los investigadores, la mirada de un paciente con lesiones, tal como se ve en el siguiente cuadro, traza una maraña de líneas sin ninguna coherencia.
En cambio, y eso es lo que para mí resultó del todo sorprendente, el hecho es que la mirada de una persona con sus facultades mentales íntegras traza un recorrido ocular absolutamente organizado y coherente basculando siempre sobre los detalles verdaderamente significativos que respondan a las preguntas realizadas.
Las consecuencias de esta observación son evidentes. Toda mirada implica necesariamente una pregunta que la oriente. Y el recorrido de la mirada persigue inevitablemente la voluntad de responder a esta pregunta.
Imaginemos ahora un espectador sentado en la oscuridad de una sala de teatro. Sabe que allí debe producirse un acontecimiento significativo. Su mirada en estado de alerta trata de descubrir el enigma que se le plantea. Es cierto, además, que un espectador normal llega siempre con una serie de informaciones previas, no siempre ni necesariamente adecuadas para resolver de forma conveniente el enigma. El juego consiste en un doble movimiento de anticipación de lo que está por venir y de verificación de lo que ya ha pasado con el objetivo de articular estas conjeturas en un todo coherente. Todo lo que no encaje será eliminado de forma inmediata (o mantenido prudentemente en la reserva). Todo lo que sí encaja aumentará la certeza de una interpretación correcta. La dramaturgia consiste esencialmente en este forma de jugar al gato y al ratón, dejar que el espectador escape para saltarle después encima y volver a aflojar hasta liberarlo en el mismo momento que resuelve el enigma.
Todo gira alrededor de una única idea. De una línea rectora. De un eje de significación. Analizar el movimiento ocular de toda una sala llena de espectadores debe ser, sin duda, fascinante. Las luces, la música, los objetos, la presencia de los actores, su orientación, sus miradas, el discurrir de los diálogos... todo hace que la mirada de los espectadores tienda a seguir un patrón único, tratando de responder a una única pregunta. Esto es lo que yo entiendo como principio de coherencia. O, en términos clásicos, la estructura de tema y de subtemas.
(P.S. De la implicación de los lóbulos frontales en esta investigación hablaremos en otra ocasión.)
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