En este artículo, pues, continúo desarrollando lo que ya he tratado en los artículos anteriores referidos al tema o el principio de coherencia. Lo que intentaré aquí, apoyándome en Émile Durkheim, es mostrar la forma en que se produce el salto desde la infraestructura económica a la superestructura ideológica. Pero si he llegado a Durkheim no ha sido de forma casual. En realidad responde al convencimiento de que, para entender nuestro presente global e hipertecnológico en el que el teatro es una anomalía arcaizante, hay que recordar que nuestra sociedad es el resultado de una evolución, prolongada a lo largo de milenios, que se caracteriza por una progresiva y cada vez más compleja división del trabajo. En el origen encontramos el grupo social natural, la tribu (con una división del trabajo mínima, insignificante para lo que nos interesa), en el interior de la cual descubrimos que todos los mensajes (aquéllos que, conjuntamente, conformarían la superestructura ideológica y que tienen funciones espirituales, éticas, estéticas, pragmáticas...) son emitidos por el mismo grupo social que es el receptor y que los medios empleados son los básicos de la comunicación humana: lingüísticos, visuales, corporales, sonoros...
Habría añadió que en el interior del grupo natural, la tribu, no hay diferenciación real de mensajes espirituales, éticos, estéticos, pragmáticos... o, dicho de otro modo, que los diferentes tipos de mensaje, sea por su soporte material o por su intención significativa, se funden, o confunden, en la masa global de mensajes (estamos hablando de tatuajes, pinturas corporales y faciales, adornos y sombreros de plumas, peinados y barbas, ropas, collares, pendientes, brazaletes ceremoniales, músicas, cantos, danzas, tótems, ornamentaciones de tiendas, del entorno, el suelo, las rocas, las hogueras...). De esta sopa primitiva primigenia es de donde progresivamente, en el proceso de especialización propiciado por la división del trabajo y gracias a la incorporación de sucesivos elementos técnicos que transforman las posibilidades comunicativas, irían separándose las diferentes artes y, con ellas, los diferentes medios de comunicación.
Pero lo que realmente importa es que, en cualquiera de los casos, el objetivo de la comunicación social (contrapuesta a la comunicación individual) es la comprensión del mundo, esencialmente incomprensible en la imposibilidad de abarcarlo todo, tal como se presenta en el día a día a los ojos de la tribu. No importa lo amplio o complejo que es este mundo, ni el tiempo que abarque la memoria: es justamente de esta inmensidad de donde surgen los mitos. Esta mirada circular nos lleva a hablar de la existencia de un significado global que, como veremos, Émile Durkheim identifica con la misma sociedad.