el tema o el principio de coherencia 4 (ir al artículo anterior)

Hans Kreder. El poder de la naturaleza prevalece. Angkor Wat, Camboya, 2016. (enlace)

Utopía y distopía,

o sobre la construcción del mundo

por Pablo Ley


En The World Without Us (El mundo sin nosotros), Alain Weisman plantea de forma completamente seria cómo, en poco más de 500 años después de nuestra futura e inevitable extinción, desaparecerá del mundo toda huella humana al tiempo que la naturaleza rebrotará por todas partes espléndida tal como la conocieron y habitaron originalmente nuestros antepasados antes de convertirse en lo que ahora somos. Weisman inicia el proceso de desmontaje lento pero inexorable de la civilización en el capítulo dos de su libro y lo hace con estas palabras: "Al día siguiente de que los humanos desaparezcan, la naturaleza se hará cargo de nuestras casas e inmediatamente comenzará eliminarlas de la faz de la tierra " (1).

Y luego continúa recordando al lector lo difícil que es preservar una casa del ataque insidioso de los elementos. "Incluso si vives en un barrio desnaturalizado y posmoderno, donde las máquinas pesadas han triturado el paisaje, han sustituido la indisciplinada flora autóctona por un césped obediente y unos arbolitos uniformes, y pavimentado los humedales con la justa intención de controlar los mosquitos, incluso así sabes que la naturaleza no ha sido vencida. No importa de qué forma hermética hayas sellado el interior térmicamente aislado de tu casa, porque las esporas invisibles penetran igualmente y estallan de forma inesperada en manchas de moho [...]. O porque, de pronto, descubres que has sido colonizado por termitas, hormigas de la madera, escarabajos, avispas o incluso pequeños mamíferos... ". 

El libro de Weisman me sirvió para documentarme con el objetivo de imaginar y describir la torturada mente de un personaje obsesionado por la extinción del ser humano. Lo que más le preocupaba a mi personaje era el agua, que penetraba por cualquier grieta y hacía posible que las plantas arraigaran. Poco a poco las raíces reventaban las grietas, hundían los techos, derrumbaban las paredes. Los animales –pequeños, progresivamente más grandes– ocupaban despacio las cavidades que las ruinas creaban. Y los árboles crecían sobre la masa de cemento, ladrillos, chatarra, sobres las casas, las fábricas, las ciudades, las carreteras, las vías de los trenes, los aeropuertos... y, al final, la liberación se producía al descubrir que, detrás de tanta destrucción, sencillamente renacía la Naturaleza... la verdadera naturaleza, aquella que había dado forma a la mente (y las angustias) del ser humano antiguo y moderno (y de mi personaje).
Pablo Ley. Paisaje de Tahití
1. 

Es en esta Naturaleza, sobre la que el ser humano no tiene ningún poder donde –como mi personaje–, donde quiero detenerme para continuar la reflexión sobre eso que he llamado "tema o principio de coherencia". Tenemos el hombre ancestral, el hombre sencillamente enfrentado al poder inmenso de la naturaleza. El hombre solo. Sin herramientas. Sin fuego. Sin palabra. Con el mismo objetivo que cualquier otro animal, que es el de sobrevivir. Es en este entorno donde se genera la estructura que caracteriza nuestro cerebro y, en la misma medida, nuestro pensamiento, nuestra Weltanschauung, nuestra mirada sobre el mundo (más que visión del mundo, para que toda Anschauung conlleva un punto de vista activo, una opinión). 

El hombre ancestral se enfrenta a la naturaleza empujado por la urgencia de sus necesidades inmediatas. El mundo que él habita y que conoce como la palma de la propia mano es todo lo que existe. Más allá de este universo que ha explorado detenidamente hay lo desconocido (y ante lo desconocido aparece el miedo). Es el conocimiento profundo, íntimo, la integración del hombre en este espacio nutricio y protector –del que se deriva la feracidad que se le atribuye–, lo que hace de este mundo un Paraíso. Un Paraíso que coincide plenamente con la idea de su mundo, la idea total de este mundo, su significado global

Hablar de la existencia de un significado global en el contexto natural o, incluso, tribal, resulta relativamente fácil y permite además una explicación semiótica. En este sentido resulta interesante el concepto de función-signo que Umberto Eco (2) aplicaba de forma más restringida a la arquitectura. Para Eco, "el objeto de uso es, desde el punto de vista comunicativo, el significante del significación denotado exacta y convencionalmente, y que es su función", teniendo en cuenta que "la caracterización de un signo se basa solamente en un significado codificado que un determinado contexto atribuye a un significante" (los subrayados son suyos). 

En este sentido, el entorno (en primer lugar el entorno tribal, inmediato, pero luego también el entorno actual, el de la sociedad moderna, reestructurado, ampliado, multiplicado) puede ser definido como un objeto de uso. Si tratamos de imaginar el universo vital de la colectividad como un gran significante que debe ser interpretado desde una perspectiva estrictamente pragmática y funcional tendremos la certeza de la existencia de un significado bien codificado para la colectividad en cuestión. 

Pensemos en aquel hombre natural del que hablábamos más arriba. Pensemos en cómo la urgencia de una necesidad genera una pregunta y cómo esta pregunta modifica radicalmente su mirada sobre el mundo (su Weltanschauung). Pensemos, por ejemplo, en el despertar del apetito. El hambre genera la pregunta: "¿Qué hay a mi alrededor que pueda satisfacer mi necesidad de comer?". La mirada se centra sólo en aquellos elementos que se presentan a la vista que tienen alguna utilidad como alimento. El resto, sencillamente, queda convertido en un fondo irrelevante carente de todo interés. Cada pregunta transforma la mirada sobre el gran significante que es la naturaleza: la sed, el sueño, la noche, el peligro, el deseo sexual... (De hecho, esta es la tesis central del primer artículo de la serie sobre el tema ) 

También puede añadirse que, a veces, es la naturaleza misma la que se hace presente y permite la aparición de la pregunta: el signo rojo de una manzana en un árbol en medio del Paraíso puede hacer que nos preguntemos acerca de la posibilidad de nuestra hambre. ¿Tengo hambre? El mundo está lleno de signos que reclaman nuestra atención y nos plantean interrogantes. El mapa de nuestro mundo, el pequeño mundo que podemos abarcar y experimentar por nosotros mismos, sin ninguna aportación ajena, es una especie de mapa del tesoro lleno de hitos, señales, atajos y, sobre todo, de los lugares que responden a nuestros interrogantes esenciales para la supervivencia y muy especialmente, con respecto al ser humano, los lugares de refugio, reunión del grupo y abastecimiento de materias primas y aprovisionamiento de alimentos necesarios para la supervivencia colectiva.
Las consecuencias de esta concepción del espacio para la dramaturgia son interesantes porque nos permiten entender un personaje como parte de un universo vivencial en el que se desarrolla su personalidad. Desarrollaré en próximos artículos esta concepción del espacio mental en general y del espacio dramatúrgico en particular, pero antes de llegar, tal vez valga la pena detenerse todavía un momento en los orígenes del hombre siguiendo el libro de la paleoantropóloga Mª Angeles Querol, De los primeros seres humanos (3)
     Tal como explica Querol, la existencia de campamentos-base o hogueras es ya una evidencia entre los homínidos más antiguos. La discusión paleo-antropológica respecto al uso territorial por parte de los homínidos se establece entre dos posturas que, en cualquier caso, no discuten la importancia de tales campamentos. La diferencia radica en que unos defienden la existencia de una única base central y otros la existencia de una diversidad de bases repartidas por el territorio (4). Lo importante, en todo caso, es que desde los grupos más antiguos del género Homo se conocen lugares donde la acumulación de piedras talladas y hueso no puede ser explicada por causas naturales, lo que presupone, por tanto, la existencia de sitios "de reunión" de duración variable. 
     "Es indudable que la teoría del hogar central o de cualquier punto de reunión de carácter repetitivo exige, entre los homínidos, un conocimiento importante de sus territorios y una especie de mapa mental que les posibilite reconocer los caminos y volver a donde han salido. Pero esto lo hacen los primates, las tortugas y las hormigas, por poner ejemplos extremos. No parece difícil imaginar que un homínido bípedo, con las manos libres, un cerebro relativamente desarrollado y magnífica visión
estereoscópica, haya podido también hacerlo." (5) 
     En comparación con los chimpancés, entre los que no existe concepción de "hogar" o lugar repetitivo de reunión, los grupos del género Homo parecen distinguirse sobre todo por la costumbre de transportar los alimentos y las herramientas para procesar a lugares escogidos. La evidencia arqueológica presenta: "una tipología bastante variada –sólo piedras, mucha piedra y poco hueso, mucho hueso y poca piedra, sólo huesos–, y una génesis o historia formativa también diversa –aportados por la naturaleza, por los homínidos o por los animales, o por todos ellos alternativamente o al mismo tiempo–." (6) La evidencia arqueológica reforzaría, según esta especialista, la hipótesis de una diversidad de bases. 
     Sin embargo, lo que es de verdad relevante de este hecho (con respecto al tema que nos ocupa) es que la selección natural ha favorecido aquellos grupos cuya tendencia fue la de reunirse en determinados lugares –sea por motivos de seguridad o como lugares especialmente atractivos por la sombra o el agua– lo que, de paso, favoreció la posibilidad de una progresiva división del trabajo. 
     Sobresignificar cualquiera de estos espacios con elementos decorativos (culturales) no supone otra cosa que reaprovechar un mecanismo mental del que ya nos había dotado la naturaleza: la capacidad de leer signos que reclaman nuestra atención y nos plantean interrogantes sobre su valor y la su función para nosotros: pinturas, tótems, estandartes, etc., y, a partir de ahí, estatuas, templos, panteones, etc., nos permiten orientarnos en el espacio de forma colectivamente coherente.
Pablo Ley. Paisaje de Tahití
2. 
Volvamos aquí al ser humano inmerso en el caos sígnico de la sociedad contemporánea, para constatar, con nostalgia, que el entorno tribal original debía ser perfectamente comprensible para el individuo en la medida que podía alcanzarlo por sus propios medios de exploración y experimentación. Son las reestructuraciones sucesivas del entorno, a medida que el grupo se desdobla y su articulación se hace cada vez más compleja lo que aleja del individuo la comprensión inmediata. 

Cabría, pues, entender el contenido social global precisamente como las múltiples interpretaciones, incluso antagónicas, de un modelo espacial funcionalmente concebido. Toda interpretación depende del punto de vista del individuo dentro de la articulación de las sucesivas y cada vez más complejas estructuras de base entendidas como significantes que hay que interpretar constantemente con el fin de orientarse y sobrevivir. 

Y, si esto es así, no hay razón para no poder analizar el universo social (en su máxima amplitud) como un conjunto de sintagmas espaciales (aproximadamente y esencialmente idénticos) articulados sucesivamente en unidades sintagmáticas mayores (cada una de ellas siempre aproximadamente y esencialmente idéntica al resto, en el mismo nivel jerárquico). Los sintagmas menores vendrían a constituir una equivalencia del entorno tribal y serían por sí mismos comprensibles para cualquier individuo de la colectividad, mientras que los sintagmas mayores conformarían las articulaciones socio-políticas y económicas más elevadas y abstractas. 

Simplificando radicalmente este planteamiento, me refiero, por ejemplo, a que varios grupos tribales conforman una tribu y que varias tribus pueden unirse para constituir un sintagma superior y así sucesivamente –junto con todos los cambios y transformaciones sociales necesarios– hasta alcanzar lo que en la actualidad entendemos bajo el concepto de Estado o, aún más, hasta alcanzar la reunión Estados que es, sin ir más lejos, esta Unión Europea a cuya crisis asistimos (porque debe articular y armonizar unidades administrativas , territoriales, económicas, militares... que, de base, no son en absoluto comparables). 

Más allá del espacio que podemos experimentar por nuestros propios medios y la experiencia del cual podemos compartir en el seno del grupo (tribu) a través del lenguaje, hay lo desconocido, es decir, el espacio de los miedos, los mitos, la religión. De hecho, a la hora de pensar el mundo no podemos detenernos en los límites del mundo conocido y nos vemos impulsados a abarcarlo todo, hasta los últimos confines del universo. 

Existen, de hecho, tres ámbitos que deben tenerse en cuenta y que resultan claramente diferenciables: 1) el ámbito de la propia experiencia; 2) el ámbito de las experiencias compartidas (mediante –sobre todo, pero no de forma exclusiva– el uso de la palabra y que, gracias a la escritura, podemos retrotraer varios milenios hacia el pasado); 3) el ámbito que se sitúa más allá de cualquier experiencia aconsejable (los lugares lejanos y peligrosos de los que nos reportan noticias los aventureros: el siglo XIX exploró los límites de la geografía de nuestro mundo, el siglo XXI lo intentará con el sistema solar) o de cualquier experiencia posible (la muerte es, probablemente, el ámbito que se sitúa de forma más claramente irrevocable fuera de toda experiencia personal o social posible, de ahí que resulte uno de los grandes ámbitos de la especulación metafísica y religiosa a lo largo de los siglos). 

La cultura, toda la cultura con todas las formas posibles entre las que hay que contar el teatro, se sitúa en los ámbitos 2 y 3, en el de las experiencias compartidas y en el del más allá, la búsqueda de los límites y la exploración de los miedos. Lo más impresionante de todo esto es descubrir, como descubría mi personaje obsesionado por la extinción del ser humano, que a fin de cuentas el mundo, aquel mundo que al principio incluso a él le parecía sólido, no era otra cosa que el constructo caótico de una sociedad alienada... o, aún peor, el constructo caótico de la propia mente, un universo conformado por la propia angustia. Era justamente por esto por lo que se sentía liberado en el momento que retornaba al ámbito 1, el de la propia experiencia, y recomenzaba explicarse desde cero el mundo... 

... El mundo como utopía.
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